Hitler y los Wagner
La relación de Hitler con los Wagner comenzó muy al principio de la carrera política del Führer. Se da la feliz circunstancia de que Hitler era un ferviente admirador del maestro de Leipzig. Fue Houston Stewart Chamberlain, casado con Eva Wagner y autor de “Los cimientos del siglo XIX”, de gran influencia en Hitler, quien envío una carta al futuro Führer, fechada el 7 de octubre de 1923:
“Mi estimadísimo y muy querido Herr Hitler:
No es usted ni mucho menos tal como se me ha descrito, un fanático. El fanático inflama el ánimo y el intelecto, mientras usted da calor al corazón. El fanático pretende abrumar a los demás con sus palabras, y usted solo aspira a convencerles… Le esperan por delante triunfos incomensurables, pero a pesar de su inmensa fuerza de voluntad no le considero yo un hombre violento. Conoce usted bien la distinción que hacía Goethe entre la fuerza y la fuerza. Por una parte está la fuerza que brota del caos y retorna al caos, y por otra está la fuerza que da forma al universo”.
Días antes Hitler había estado en Bayreuth junto a Alfred Rosenberg alojados en la casa de Hanfstaengl. En “Das Itinerar” se sitúa a Hitler en Bayreuth el 30 de septiembre de 1923, donde se indica que realizó una visita a la familia Wagner. Se indica también que visitó por primera vez la tumba de Wagner, situada en la villa Wahnfried. Hitler fue para tomar parte de un mitin celebrado con motivo del Día de Alemania. Una vez concluido el mitin Hitler visitó a Chamberlain. Después fue a un cercano hotel invitado por el fabricante de pianos Edwin Bechstein y su esposa Helene. Winifred Wagner, que era amiga de los Bechstein, también estuvo presente, Fue ella quien invitó a Hitler a desayunar en su casa al día siguiente. Desde el primer momento, Winifred quedó prendada por Hitler. Winifred era ocho años menor que Hitler y mostró su devoción por éste hasta el final de sus días.
Winifred era inglesa, pero fue criada cerca de Berlín adoptada por un matrimonio ya mayor, los Klindworth, que eran parientes lejanos. Este matrimonio tenía relación con la familia Wagner, sobre todo con Cósima, la hija del compositor. Con el tiempo, el matrimonio adoptó a Winifred de manera legal. Con el tiempo, Winifred se hizo admiradora de Wagner. Con diecisiete años, Winifred conoce a Siegfried, hijo de Wagner. Siegfried hizo en su juventud un viaje al Extremo Oriente junto a su amigo íntimo Clement. Ambos conocieron a Oscar Wilde. Siegfried escribió un libro sobre las experiencias del viaje. Jonathan Carr asegura que Clement fue el amor de su vida. Escribe Carr:
Siegfried junto a su padre. |
“A pesar de todas sus demás relaciones afectivas, con varones y con hembras, todo hace pensar que en Clement Harris encontró Siegfried, y perdió, al amor de su vida.
Su natural retraimiento no fue, obviamente, la única razón para que Siegfried obrase con tanta discreción. Por ser “el amor que no osa decir su nombre” la homosexualidad podía provocar inmensos desastres personales y sociales a todo el que simplemente fuera a causa de ello, por no hablar ya de la sentencia de un tribunal. Si Siegfried hubiese tenido alguna duda sobre los riesgos que entrañaba, las despejó del todo, y como muy tarde, cuando viajó a Londres para el estreno de “Sehnsucht”, el 6 de junio de 1895 en el Queen’s Hall. Doce días antes, tras el segundo juicio por sodomía, en el transcurso del cual se airearon algunas cartas privadas para probar la acusación, Oscar Wilde había sido condenado a dos años de trabajos forzados. El juez dijo que era el peor caso que se había presentado ante él, y lamentó que, a su entender, la sentencia, la máxima que estaba prevista or ley, fuese “totalmente inapropiada”. No hay constancia de cómo reaccionó Siegfried ante el juicio, pero es inconcebible que no estuviera al tanto de la sentencia y de los acontecimientos que habían desembocado en ella. Abandonado por la mayoría de sus amistades y familiares, incapaz incluso de alquilar una simple habitación, el deslumbrante Oscar Wilde, que había sido el no va más de todo Londres, además de haber maravillado a Siegfried tres años antes, se precipitó en un agujero negro.”
Siegfried acabó casándose a los cuarenta y seis años con Winifred, de dieciocho años. El matrimonio tuvo cuatro hijos, que tuvieron también alguna relación con Hitler. “En cuanto a Siegfried, en una o dos ocasiones había comentado que si no le quedara más remedio que casarse, su novia tendría que ser pobre y no tener familia. No cabe duda de que, conscientemente o no, mantenía al menos un ojo abierto por si apareciera una muchacha que no estuviera en situación de chocar con ‘mamá’ ni de armar un escándalo a propósito de su bisexualidad”.
“Tanto Helene Bechstein como Elsa Bruckmann evidentemente disfrutaron con el desafío de tener que enseñar modales a un invitado que parecía deseoso de aprender, pero que se presentaba de manera emocionante en la puerta de sus casas, provisto de un látigo y una pistola… el corazón nacionalista de Hitler, a su entender, se encontraba en el lugar adecuado, y además ‘las cosas no pueden seguir como están’. En cuanto al antisemitismo que pregonaba, no era precisamente una novedad.
Los Wagner, en especial Chamberlain y Winifred, se enamoraron de ese encanto, y es que tenían además una razón adicional para ello. Hitler era un apasionado de la música del Maestro desde que presenció su primer Lohengrin cuando era joven, embebiéndose de ella obra en una espléndida interpretación, y aun en otra, dirigida en Viena por (lo cual no deja de ser una ironía) un judío como Gustav Mahler. Así pues, cuando pisó Wahnfried por vez primera, en la mañana del 1 de octubre de 1923, Hitler pareció enfervorizado al entrar en lo que para él debía de ser algo sumamente parecido a un terreno sagrado. Al acompañarlo Siegfried y Winifred por el gran vestíbulo y llevarlo a la sala de música y la biblioteca, el mandatario nacionalsocialista se quedó extrañamente sin palabras. Más adelante pasó unos minutos solo en el jardín, ante la tumba del Maestro, y cuando volvió a la casa prometió a la familia (en vano, según habría de demostrarse) que, si llegase al poder, Parsifal volvería a ser propiedad exclusiva de Bayreuth. Hitler conoció a los niños, pero aparentemente no saludó a Cósima, por más que sin duda deseara tener ese honor. Es posible que la Hohe Frau, ya casi de ochenta y seis años, y prácticamente confinada a su habitación de la primera planta, estuviera demasiado débil para recibirlo. Es posible que entendiera que aquel joven cetrino, de modales torpes y de baja extracción, no fuera la clase de persona con la que le interesaba relacionarse, a pesar de todo lo que Houston y Winnie pudieran decir a su favor. Sea cual fuere la verdad, Cósima se la llevó a la tumba.
Poco más de un mes después, el 10 de noviembre, Siegfried tenía que haber dirigido un concierto en Múnich, en el programa del cual estaba previsto el estreno de su jubiloso poema tonal, titulado ‘Glück’. Llegó con Winifred uno o dos días antes para participar en los ensayos, y de ese modo presenció el fracaso del putsch tras el cruce de disparos entre los seguidores de Hitler y las fuerzas policiales delante del Feldherrenhalle, en pleno centro de la ciudad. Murieron más de una docena de los insurgentes; otros resultaron heridos, entre ellos el propio Hitler y Hermann Göring, antiguo as de la aviación durante la guerra, que con el tiempo llegó a ser el más exuberante de los dirigentes nacionalsocialistas. El concierto se aplazó. De vuelta a Bayreuth, Winifred expuso su versión de los acontecimientos de Múnich ante la delegación local del partido nacionalsocialista (entonces ilegalizado), y pocos días después redactó una carta abierta de apoyo a Hitler, al parecer en nombre de todo el clan Wagner. En los meses siguientes recolectó ropa y dinero para las familias de los nacionalsocialistas encarcelados y ayudó a organizar una petición a nivel local, en la que se reunieron diez mil firmas, solicitando la puesta en libertad de Hitler. Parece que Winifred no llegó a visitar a Hitler en la cárcel de Landsberg, aunque quienes sí lo hicieron, miembros del partido, aseguraron que nunca habían visto a su máximo dirigente de tan buen aspecto: sano, descansado, disfrutando de la obvia admiración de los carceleros. En cambio, sí le proporcionó diversos artículos de lujo, entre ellos papel de escribir. Helene Bechstein, que no se iba a quedar atrás, le envió un gramófono, y, cuando salió en libertad, puso a su disposición un Mercedes.
¿Llegó a comentar Hitler su proyecto de putsch con los Wagner? A menudo se ha insinuado que sí, pero ésta es una aseveración que no gana credibilidad por medio de las repeticiones. La inminencia de la intentona golpista se palpaba sin duda "en el aire" en 1923, pero Hitler no iba por ahí hablando sin ton ni son con quien no estuviera al tanto (y tampoco con las amistades que acababa de hacer) de sus aventureros y cambiantes planes. Chamberlain, por ejemplo, claramente no sabía nada, pues de lo contrario no hubiera elogiado a Hitler en su carta del 7 de octubre por sus intenciones "no violentas". El poema tonal de Siegfried, ‘Glück’, a veces se suele aducir como prueba circunstancial de que sí existió connivencia. Se alega que el estreno de la pieza se programó de modo que coincidiera con el putsch y sirviera de celebración, e incluso, como sugiere de manera sorprendente un autor alemán contemporáneo, se ha dicho que el putsch se programó para que coincidiera con el estreno. De haber existido semejante plan, el compositor difícilmente hubiera seguido adelante, como hizo, para dar a la obra su primera interpretación en público, aplazada, en el mes de diciembre y en Múnich, a tiro de piedra del lugar en el que la intentona de Hitler por tomar el poder había terminado con un tiroteo durante el mes anterior. Siegfried terminó su primer borrador de ‘Glück’ (la partitura completa le costó unas cuantas semanas más) el 20 de abril de 1923, cumpleaños de Hitler, pero ésa no es prueba suficiente de que implícitamente estuviera honrando a un político al que ni siquiera había conocido aún. Más verosímil es la hipótesis de la difunta Gertrud Strobel, durante muchos años custodia de los archivos de Wahnfried, en el sentido de que cuando Siegfried compuso Glück lo hizo pensando en su amigo ya muerto, Clement Harris, y no en Adolf Hitler. Pero Siegfried, como es natural, no podía arriesgarse a las habladurías que correrían si explicitase públicamente esa relación.
Siegfried suscribió junto con Winifred un intento para conseguir para Hitler, nada menos que de Henry Ford -rey de los automóviles de Estados Unidos y feroz antisemita-, lo que hubiera sido un apoyo financiero de trascendentales consecuentes. Aunque se encontrasen en Estados Unidos, en una gira (bastante desafortunada) para recabar fondos para Bayreuth, los Wagner consiguieron una carta de presentación para Ford gracias a Kurt Lüdecke, principal respaldo financiero de Hitler que se dedicaba a toda clase de trapicheos en el extranjero. Lüdecke albergaba grandes esperanzas de cara al encuentro con el industrial, y llegó a señalar que ‘con un garabato de la pluma’ el multimillonario norteamericano podría resolver los problemas monetarios de los nacionalsocialistas y permitirles sacar adelante su programa político -como si fuera un ariete’. A la sazón, la cosa quedó en agua de borrajas. Ford empezaba a ser consciente de que se estaba gestando toda clase de problemas con los judíos estadounidenses, y, si bien recibió con simpatía al emisario, no le ofreció ningún dinero. Obviamente, Hitler no se lo tuvo en consideración. En ‘Mi Lucha’ habló de Ford y lo calificó de ‘gran hombre’, y se cuidó de que en 1938 (cuando los lazos comerciales del Reich con Estados Unidos aun eran estrechos, además de ser vitales para la economía nacional) recibiera la máxima condecoración que los nacionalsocialistas podían otorgar a un extranjero.
El asunto Lüdecke demuestra que, al menos a comienzos de 1924, Siegfried estaba dispuesto a ayudar a Hitler en todo lo que le fuera posible, como bien comprendió el jefe supremo de los nazis. En una carta escrita a Siegfried desde Landsberg en el mes de mayo, agradece tanto al director del festival como a su "señora esposa" el apoyo prestado, y hace hincapié en que Bayreuth se encontraba en "la línea de la marcha" que iba de Múnich a Berlín, comentario notable no sólo por su precisión geográfica." Es posible que también gracias a Lüdecke los Wagner recibieran audiencia en Roma por parte de Benito Mussolini, el compinche fascista de Hitler, a su regreso de Estados Unidos, lo cual es indicio claro de que Siegfried estaba más que dispuesto, tal vez incluso deseoso, de codearse con la extrema derecha. Un año después, en el verano de 1925, las cosas sin embargo habían empezado a cambiar. Hitler, que había salido de la cárcel y de nuevo estaba activo, acudió al festival de Bayreuth por vez primera y asistió a todas las funciones: El anillo del Nibelungo, Los maestros cantores y Parsifal. Pero asistió en privado, por invitación de los Bechstein, y no como invitado del festival o de los Wagner; si bien se reunió con Winifred y le obsequió un ejemplar de la primera parte de Mi lucha, recién publicada entonces. Después no volvió al festival hasta el verano de 1933, pocos meses después de haber sido nombrado canciller del Reich y tres de que muriese Siegfried.
Más adelante afirmó que se había abstenido durante tanto tiempo, a pesar de las repetidas súplicas de Winifred, porque no deseaba arrastrar el santuario de Wagner a una controversia política. Es posible que haya algo de verdad en ello. Importa más que hacia 1925 Siegfried hubiera enfriado muy marcadamente sus sentimientos con respecto al "Lobo" y no deseara verlo de ronda ni en el festival ni, en principio, en su casa. Hitler, sin embargo, no iba a dejarse arredrar fácilmente, o no al menos en privado. Comenzó a visitar la casa de Wahnfried, por lo general de noche, casi siempre sin anunciarse, con gran deleite por parte de la señora de la casa, además de encandilar a los niños con cuentos de cama sobre sus aventuras, reales o imaginarias. A veces, si estaba por los alrededores pero no le era posible acercarse, Winnie se desplazaba aunque fuera sólo para verle durante unos minutos. Dejando a un lado a la anciana Cósima, diríase que el único miembro del clan de Wahnfried que nunca se alegró mucho de ver a Hitler a lo largo de la vida de Siegfried fue el propio Siegfried. El mismo Straubele, el schnauzer de la familia, que por lo común ladraba e incluso mordía a los desconocidos, al parecer arrimaba mansamente el hocico a los pies del Lobo desde el primer día en que lo vio.
La correspondencia de Winifred demuestra que Siegfried intentó en repetidas ocasiones, y sin éxito, impedirle que asistiera a los mítines públicos de Hitler, aunque parece que desde el comienzo se resignó a los contactos privados entre su esposa y el cabecilla nazi. "Por desgracia, el Lobo está presente", anotó Siegfried con tristeza en su diario después que él y Winifred llegasen a un hotel de Múnich y se encontrasen a un Hitler resplandeciente en el vestíbulo." Dejó que la feliz pareja pasara la noche a sus anchas y se fue solo al teatro. En otra ocasión, Siegfried llevó a Winifred a un restaurante en el que iba a almorzar con el Lobo, y luego se fue a comer a otra parte. ¿Acaso era Siegfried sencillamente incapaz de imponerse? Tal vez fuera que Winifred y él habían llegado a un acuerdo más o menos tácito: él podía dedicarse a su vida privada, en lo artístico y en lo sexual, y ella podía organizar la suya como le viniera en gana. De ser así, no se deduce a la fuerza que Winnie se acostara con el Lobo. Valga lo que valga su afirmación, más adelante negó rotundamente haberlo hecho. Asimismo, las contadas pruebas tangibles que existen (frente a la abundancia de los rumores) nos llevan a pensar que, a pesar de su atractivo externo, las relaciones de Hitler con las mujeres -desde la muy dominante Helene Bechstein y la tozuda Unity Mitford hasta la vulnerable Geli Raubal- tendían, por la razón que fuese, a terminar a la entrada del dormitorio. Hasta la propia Eva Braun, compañera suya durante muchos años, parece que fuera más una mascota que una amante, al menos si se da credibilidad a las insinuaciones del personal doméstico que estuvo al servicio de Hitler. Dicho todo esto, el fanático aventurero que iba y venía como un vendaval claramente ofreció a la hiperactiva Winifred emociones que su marido jamás pudo darle.
Hay algo en el muy cargado ambiente emocional que reinó en Wahnfried durante aquellos tiempos que emana en la entrecortada crónica que hace Joseph Goebbels, más adelante ministro de propaganda, tras una visita que hizo a los Wagner en 1926. Al igual que Hitler en su primera peregrinación, a Goebbels le invadió un gran respeto por los herederos del Maestro y por su tumba; al igual que Hitler, se sintió sumamente atraído hacia Winifred. "Todas tendrían que ser así -escribió sobre ella en su diario-. Y estar fanáticamente de nuestra parte. Simpáticos niños. Nos hicimos amigos enseguida. Ella me desvela sus penas. Siegfried es un hombre débil y sin carácter. ¡Ajj! Qué vergüenza tiene que sentir ante el Maestro. También estuvo Siegfried. Femenino. De buena pasta. Algo decadente. Más bien un artista cobarde. ¿Puede existir una cosa así?" Al final de su estancia, a Goebbels le costó trabajo despedirse, y se quedó charlando con Winifred en el vestíbulo y en el jardín. Ella lloró. "Una mujer joven llora -dejó escrito- porque el hijo no es como era el Maestro.” Hitler evidentemente tenía parecida opinión de la persona y el carácter de "Fidi", pero cuando planteó la cuestión años más tarde lo hizo más con tristeza que con ira. Siegfried, dijo a Goebbels en mayo de 1942, estuvo siempre en entredicho por su homosexualidad, y "tuvo que casarse deprisa y corriendo" (presumiblemente, en referencia a la amenaza de las revelaciones en la prensa que hizo Maximilian Harden). Pocos meses antes, Hitler había dicho a otros nazis de renombre Siegfried era su amigo personal, aunque fuera "políticamente pasivo". Los judíos "podrían haberle estrangulado y él no hubiera hecho nada”.
De no haber sido Siegfried el hijo del Maestro, es probable que el Führer lo hubiera tratado mucho peor en razón de su historial. Cuando en 1921 August Püringer, director de un periódico antisemita y wagneriano de nota, exigió que se prohibiera el acceso de los judíos al festival, Siegfried le envió una larga carta en la que hizo hincapié en que muchos judíos (y extranjeros) a menudo habían respaldado a Bayreuth cuando los "altivos alemanes" no lo hicieron. "Si los judíos están deseosos de ayudarnos, hay que reconocer que tiene un doble mérito -añadió Siegfried-, porque mi padre en sus escritos los atacó y los ofendió. Tendrían por tanto toda clase de razones, y de hecho las tienen, para aborrecer Bayreuth. Sin embargo, a pesar de los ataques de mi padre son muchos, muchísimos, los que reverencian a mi padre y sienten por auténtico entusiasmo... En nuestra colina de Bayreuth queremos hacer un trabajo positivo, no negativo. Que un hombre sea chino, negro, americano, indio o judío, es algo que a nosotros nos resulta completamente indiferente.” Siegfried iba a repetir más adelante esta postura en un cruce de cartas con un rabino de Bayreuth, aunque trazó una clara distinción entre los judíos patriotas y los revolucionarios "marxistas" que, afirmó, deseaban derribar para siempre todo aquello que más amaban los genuinos alemanes. El rabino rechazó la conexión "marxista" y le dijo que Siegfried tenía mucho que aprender del judaísmo, pero también añadió que se alegraba de que su corresponsal no sintiera el intenso antisemitismo de algunos miembros de la familia Wagner. Mencionó en concreto a Chamberlain.”
El propio Hitler se refirió a aquellos días en sus conversaciones. Concretamente el 28 de febrero y el 1 de marzo de 1942:
“En 1925 los Bechstein me invitaron a su casa de Bayreuth. Vivían en una villa de la Litsz Strasse (creo que la calle se llamaba así), a dos pasos de Wahnfried. Yo había vacilado entre ir y no ir, ya que temía aumentar las dificultades de Siegfried Wagner, que andaba un poco en manos de los judíos.
Llegué a Bayreuth hacia las once de la noche. Lotte Bechstein estaba aún levantada, pero sus padres ya se habían acostado. A la mañana siguiente, Cosima Wagner vino a traerme algunas flores. ¡Qué animación había en Bayreuth, para el festival! Hay gran numero de fotografías de esta época en las que yo figuro, tomadas por Lotte Bechstein.
Me pasaba el día en pantalón corto de piel. Por la noche me ponía el esmoquin o el frac, para ir al teatro. Hicimos excursiones en coche a la Fichtelgebirge y a los montes de Franconia. Desde todos los puntos de vista, fueron unos días maravillosos. Cuando iba al cabaret de la Chouette, simpatizaba inmediatamente con los artistas. Yo era entonces célebre hasta el punto de temer por mi tranquilidad.
Dietrich Eckart, que había sido crítico en Bayreuth, siempre me había elogiado la atmósfera extraordinaria que allí reinaba. Me contó que una mañana irrumpieron en la Chouette y que habían ido a la pradera detrás del teatro en compañía de los artistas, para representar ‘El encanto del Viernes Santo.’
La primera ejecución de Parsifal a la que asistí en Bayreuth la cantaba aún Cleving. ¡Qué estatura y qué magnífica voz! Yo había asistido ya a representaciones de Parsifal en Múnich. Ese mismo año estuve en la representación del ‘Anillo’ y de los ‘Maestros cantores’. Que el judío Schorr cantase la parte de Wotan me hizo el efecto de una profanación. ¿Por qué no hicieron venir a Rode de Múnich? Pero actuaba también Braun, un artista de cualidades excepcionales.
Durante años tuve que renunciar al Festival, y lo consideré como una desgracia, Cosima Wagner también se quejaba. Me reclamó varias veces por carta y por teléfono. Pero nunca he pasado por Bayreuth sin ir a verla.
El mérito de Cosima Wagner es haber hecho la conjunción de Bayreuth y del nacionalsocialismo. Siegfried estaba unido a mí por la amistad, pero era neutro en política.No podía obrar de otra manera, de lo contrario los judíos le hubieran hundido. Ahora se ha roto el encanto. Siegfried ha recuperado su independencia y vuelven a oírse obras de él. ¡Esos cochinos judíos habían logrado derribarlo! Había oído en mi juventud el ‘Bärenhäuter’. Dicen que ‘Schmied von Mariemburg’ es su mejor obra. ¡Todavía tengo muchas cosas que ver y oír!”
Chamberlain murió el 9 de enero de 1927. Hitler estuvo presente en el funeral junto a Rudolf Hess. Cosima Wagner murió el 1 de abril de 1930 a la edad de noventa y dos años. Fue viuda de Wagner durante cuarenta y siete. Curiosamente Siegfried murió cuatro meses después.
Wagner en el III Reich
Hitler con las nietas de Wagner, Verena (izquierda) y Friedelind (derecha) |
“La pasión que tenía Hitler por los dramas musicales, y su profundo cono cimiento de Wagner, es algo bastante bien documentado. Aquella historia de amor que tuvo su comienzo en Linz pronto se intensificó cuando el artista en ciernes, con sus sueños de grandeza y los bolsillos vacíos, llegó a Viena y mediante engaños logró estar presente noche tras noche en la Ópera de la Corte. No es de extrañar que se sintiera hechizado. Al menos una de las funciones de Wagner a las que asistió fue dirigida por Mahler у contó con la dirección escénica de Alfred Roller, una de las parejas más grandes en toda la historia de la ópera. El futuro Führer no pareció sentir ningún desconcierto por el hecho de que Mahler, con verso al catolicismo, fuera judío de nacimiento. En cuanto a Roller, influyente profesor de bellas artes, así como estrecho colaborador de Mahler, Hitler sencillamente le tenía miedo, al punto de que, según confesaría, aunque llevaba en el bolsillo una carta de presentación dirigida al gran hombre, le pudo la timidez y no se atrevió a emplearla. En la época en que hizo su primera visita a Wahnfried, en 1923, Hitler probablemente sabía tararear muchas de las obras del Maestro, que se sabía de memoria, y tenía ideas bastante claras sobre el modo en que había que montarlas en escena. Una década más tarde, todavía vívidos los recuerdos de Viena, convenció a Winifred para que contratase a un Roller ya viejo y achacoso para un nuevo montaje de Parsifal en Bayreuth, un experimento que por cierto no fue nada feliz.
Si bien a Wagner se le sigue considerando ampliamente como el "compositor de referencia" de la Alemania nazi, ello es debido ante todo a la veneración rayana en la manía que tenía Hitler por el Maestro. obsesión manifiesta incluso para quienes tengan un interés tan sólo pasajero por esos fragmentos cinematográficos que a menudo se ven por televisión, en los que un Führer exaltado saluda a la multitud delirante durante el festival de Bayreuth. La música de Wagner, claro está, atronaba con frecuencia o bien flotaba melodiosa por todo el Reich, aun cuando los focos no se concentrasen del todo en Hitler. Los maestros cantores fue con frecuencia la ópera elegida en las ocasiones de gala, y fue de hecho el punto culminante en lo cultural, en teoría al menos, del programa que se ofrecía por añadidura en los multitudinarios mítines de Núremberg. "La cabalgata de las walkyrias" se utilizó como acompañamiento en muchos de los noticieros de guerra, en los ataques aéreos alemanes sobre todo; parte de la obertura de Rienzi anunciaba a menudo los discursos más solemnes tanto en Núremberg como en otras ciudades; una inesperada emisión radiofónica de la marcha fúnebre de El crepúsculo de los dioses anunciaba que alguien importante había muerto, como fue el caso, en 1945, del propio Hitler.
Junto con esta clase de "trozos sangrantes", extraídos poco menos que a machetazos de los dramas musicales del Maestro, el Reich fue literalmente inundado de obras que popularmente se atribuían a Wagner o que en todo caso se identificaban vagamente como "wagnerianas". En esta última categoría, poco menos que inabarcable, había piezas como un poema tonal y melodramático de Liszt, ‘Les Préludes’, que se empleaba como telón de apertura de los boletines radiofónicos que informaban sobre el desarrollo de la guerra en el frente del Este, o la música de acompañamiento (sólo un breve pasaje era de Wagner) que empleó Leni Riefenstahl en su famosa película de propaganda titulada ‘El triunfo de la voluntad’, sobre los mítines de Núremberg de 1934. Aunque lo "wagneriano" no se tomaba automáticamente por "ensordecedor". Por música wagneriana se entendía también el solemne Adagio de la Séptima Sinfonía de Bruckner, que se empleó muy a menudo para anunciar los discursos del Führer en materia de cultura (y que fue otra de las piezas musicales que se emitieron por radio a su muerte). En este caso, el término incluso tenía cierta justificación, ya que el Adagio fue compuesto en parte en memoria del Maestro, y recurre a las características tubas de Wagner.
Son varias las falsas conclusiones que se pueden extraer, y que a menudo se extraen de todo esto. Por ejemplo, se suele asumir en líneas genera les que, con los nazis, las obras del Maestro ganaron incluso en popularidad, y que, gracias en especial al ejemplo del Führer, seguramente tuvieron que sonar más a menudo que las obras de otros compositores menos supuestamente teutónicos. La verdad contrastada es exactamente la inversa. En el repertorio de la temporada operística de 1932-1933, confeccionado en su mayor parte antes de que Hitler accediera al poder, cuatro de las seis obras más frecuentemente representadas en toda Alemania eran en efecto obras de Wagner. El primer lugar correspondió con facilidad a la Carmen de Bizet, mientras Der Freischütz, de Weber, fue la segunda; a estas dos sigue un potente cuarteto de obras del Maestro: El holandés errante, Tannhäuser, Los maestros cantores y Lohengrin. En 1938-1939, la lista había cambiado sustancialmente, aunque no por cierto en el sentido que cabría esperar tras varios años de política musical nazi impuesta a machamartillo por medio de la Kulturkammer de Goebbels. Sólo una ópera de Wagner seguía estando entre las más representadas, Lohengrin, en el duodécimo lugar. La obra alemana más representada en toda la temporada fue una "ópera para jóvenes y mayores” que no planteaba mayores exigencias al espectador y se titulaba Schwarzer Peter (“Pedro el Negro"), obra de Norbert Schultze, compositor contemporáneo y en ocasiones intérprete de cabaret que más adelante iba a hacerse famosísimo con su canción "Lili Marleen", en especial después de que la hiciese suya Marlene Dietrich. Pedro el Negro ocupó el cuarto lugar en las listas de los más populares, por delante de la ligera y perenne Zar und Zimmermann ("Zar y carpintero”), de Albert Lortzing. En cuanto a los tres primeros puestos, los copó Italia: Leoncavallo con Pagliacci en el número uno, seguido por Mascagni con su Cavalleria Rusticana (dos obras breves que casi siempre comparten programa en una sola noche), y Madame Butterfly, de Puccini, en el tercer puesto.
Todo lo anterior podría interpretarse sencillamente como un contra tiempo provisional para tal o cual pieza de Wagner, pero las estadísticas globales arrojan una historia bien distinta. Después de que los nazis llegaran al poder, el número total de representaciones de las obras de Wagner descendió de manera constante, pasando de más de 1.800 en 1932-1933 a solo 1.300 en 1938-1939. Esta última cifra aún sitúa al Maestro en el puesto de compositor de ópera más representado aunque esto también iba a cambiar muy pronto. En los años de la guerra, Verdi ocupó la primera plaza. Incluso Puccini y Lortzing se representaron más a menudo que Wagner. Lo que importa es saber por qué. La presencia particularmente fuerte de los italianos no puede atribuirse de manera convincente a un repentino incremento del entusiasmo alemán por el estado fascista de Mussolini, obviamente. Puccini y -hasta cierto punto- Verdi son menos complejos y menos costosos de montar que Wagner, lo cual sin duda tuvo su peso, y más en los años de la guerra. Pero ni siquiera esa explicación llega al fondo del asunto.
Lo cierto es que la popularidad de Wagner ya había iniciado un relativo declive durante la República de Weimar, y simplemente cayó aún más, y más rápidamente, con los nazis en el poder. Durante los últimos años del káiser al frente de Alemania (y a pesar de los costes y las privaciones de la Primera Guerra Mundial), las obras del Maestro siguieron siendo inmensamente populares, llegando al dieciocho por ciento del total de las funciones de ópera, porcentaje al que ningún otro compositor se acerca ni de lejos. A mediados de la década de 1920, en cambio, la cifra había descendido al catorce por ciento. No se trata de un descenso tan preocupante como podría parecer a primera vista. Wagner por entonces seguía representándose con más frecuencia que durante los años de la guerra, aunque la competencia estaba más reñida, sobre todo por parte de los italianos, aunque también por la de los compositores contemporáneos, despreciados por los tradicionalistas y en especial por nazis. Dicho de otro modo, aunque en general se representasen más operas, Wagner siguió en la cumbre pese a no ser tan dominante como antes. Hitler en particular despotricó contra las tendencias musicales "antinaturales, bolcheviques y judías", y ansió que llegara el día en que pudiera guiar el curso de las cosas por rumbos "más saludables". Una vez alcanzado el poder, rápidamente quiso hacer valer sus amenazas, pero ni la caza de brujas desatada contra judíos, músicos atonales y (aunque sea más difícil de definir) ‘modernistas inaceptables’, ni tampoco el interés por relanzar la obra de los compositores ‘alemanes puros’ tanto del pasado como del presente, propiciaron en realidad un renacimiento wagneriano. Por el contrario, las obras del Maestro se fueron representando cada vez menos, y su ‘cuota de mercado’ finalmente cayó por debajo del diez por ciento.
Para los nacionalsocialistas, al margen de toda apariencia superficial, el Wagner revolucionario seguía siendo un notable dolor de cabeza. Se habían presentado ellos como ‘socialistas’, aunque fuera de manera muy sui generis, tan comprometidos como lo estuvo el Maestro con el derrocamiento de un orden presuntamente corrupto y decididamente injusto. Pero los sueños anarquistas del autor de ‘Arte y Revolución’ resultaban endiabladamente difíciles de cuadrar con la revolución nacionalsocialista de controlar y transformar la vida nacional a todos los niveles. Tampoco dio grandes ánimos a los constructores del Tercer Reich el contenido de la mayoría de los dramas musicales de Wagner, y menos incluso su composición ‘insignia’, ‘El anillo del Nibelungo’- De todos modos, según se interprete el final de la obra, a sangre y fuego, el transcurso del ciclo en su totalidad demuestra cómo sobreviene el desastre, espoleado por la codicia y la lujuria del poder. La verdad de este ‘mensaje’ , en efecto, nunca tuvo mejor confirmación que la que dieron el Führer y su movimiento, aun cuando ésa no fuera ni mucho menos su intención.
En cuanto a ‘Tristán e Isolda’, que Hitler consideraba la más grande de las óperas de Wagner, esos amantes traicioneros y condenados al desastre distaban mucho de ser los modelos que anhelaba un Reich que por entonces apremiaba a las familias fieles a aumentar la producción de niños de raza aria. ‘Parsifal’ aun constituía un dolor de cabeza de mayores proporciones; los nacionalsocialistas más o menos llegaron a prohibir su representación al comienzo de la guerra, aunque a veces se oyó con posterioridad, así fuera en forma de extractos escogidos.
Lo cierto es que a muchos nacionalsocialistas, tanto de alto rango como de escasa relevancia, Wagner les resultaba aburridísimo. En el fondo, no es de extrañar. Infinidad de personas, que tanto en el pasado como en podrían tener un sincero interés por otra clase de música, echaban a correr con tal de ahorrarse una velada a todas luces interminable, ante cualquier obra del Maestro. Son escasas las melodías, son demasiadas las escenas en las que los personajes aparentemente permanecen inmóviles, sin hacer nada. Si vale la pena hacer hincapié ahora en esta realidad, es porque los nazis tienen fama de haber sentido una especial afinidad con la música de Wagner. Todo nos lleva a pensar que esto no fue así, ni más ni menos. Speer no es sino uno de los muchos que nos permiten conocer por dentro aquellas funciones de "gala" con Los maestros cantores que se montaban como añadido en los mítines de Núremberg. En 1933 estuvieron presentes tan pocos de los "fieles" invitados del partido cuando comenzó la obra que Hitler, furioso, ordenó que las patrullas recorriesen los burdeles y las cervecerías para traer al redil a los desafectos. Al año siguiente el teatro se llenó desde el principio por orden de Hitler, aunque muchos de los asistentes se durmieron o aplaudieron cuando no debían. Con eso, el Führer renunció a sus intentos por "educar" a su voluble rebaño, y las interpretaciones se abrieron para que acudiesen los admiradores de Wagner en general (que debían pagar la entrada). Tristán e Isolda parece haber tenido un efecto no menos soporifero en los nazis más destaca dos, al menos si damos crédito a lo que relata la secretaria de Hitler, Traudl Junge. En cierta ocasión, recordó, uno de los integrantes del séquito del Führer fue rescatado en el último instante, cuando después de dormirse en plena representación estuvo a punto de caerse del palco. Quien lo rescató había estado completamente dormido poco antes. Otro de los miembros del grupo, dichosamente ajeno al pequeño drama del palco y al gran drama del escenario, se dedicó a roncar de principio a fin.”
Hitler con los nietos de Wagner, Wieland (izquierda) y Wolfgang (derecha) |
No todo era Wagner, claro está. Hitler rara vez iba a los conciertos, aunque a veces tuvo tiempo para las sinfonías de Beethoven y, más adelante, de Bruckner. Sin embargo, lo que más le gustaba (dejando a un lado al Maestro) era la opereta, un género que públicamente había denos tado en los años veinte, pero que llegó a adorar cuando estuvo en el poder. Sus preferidas parece que fueron La viuda alegre, de Franz Lehár, y El murciélago, de Johann Strauss, preferencias que parecen haber causado bastante perplejidad entre los guardianes del "arte alemán puro” que ejercieron su labor durante el Reich. Lehár había nacido en Hungría, su esposa era judía, y a lo largo de su trayectoria trabajó en estrecha colaboración con artistas judíos como Richard Tauber, que huyó de los nazis, se exilió en Londres y allí murió. Strauss en principio supuso un problema aún mayor. Después del Anschluss para anexionarse Austria en 1938, los nazis encontraron pruebas de que el compositor era de ascendencia judía. Goebbels rápidamente se encargó de que se manipulasen los papeles del registro y silenció todo el asunto. No iba a salir a cuenta armar un escándalo con quien gozaba de la predilección del Führer. De todos modos, el propio Goebbels promocionó en ocasiones la música “ligera”, e incluso el jazz -en dosis reducidas-, si servía para reforzar la moral del Volk.
Wagner y la opereta pasaron a ser, así las cosas, los ingredientes principales de las "veladas musicales" de Hitler, sumamente indigestas, al extremo de que eran motivo de pavor para quienes se veían obligados a tomar parte en ellas. Las "veladas cinematográficas" del Führer, también interminables y cargadas de meliflua sentimentalidad, al menos representaban a veces la ocasión de ver una película extranjera tal vez de interés, que no se había proyectado en las salas públicas. No cabía esperar semejante novedad en aquellas ocasiones en las que Hitler entrampaba a sus desdichados invitados en torno al gramófono, sobre todo en su residencia alpina de Berghof, sita en un monte próximo a la pequeña localidad bávara de Berchtesgaden. A medida que se sucedían las grabaciones del Maestro, el Führer se divertía -y no divertía a nadie más intentando adivinar la identidad del cantante, y acertando por lo común. Poco a poco, muchos de los presentes se largaban sigilosamente a beber y a charlar en otra de las salas, hasta que, cuando se descubría su ausencia con evidente desagrado, tenían que volver a regañadientes para presenciar el resto del programa, por lo común alegres cantinelas de Lehár y compañía.
Así las cosas, ¿qué tenía Wagner que tanto atrajo a Hitler? Ésta pregunta bien sencilla, que, por todo lo visto, tendría que tener una respuesta sencilla, fácil y contundente. Sabemos que desde su adolescencia Hitler estuvo "cautivado" por las obras del Maestro, que las estudió con voracidad, que acudió a infinidad de funciones. Como hablaba con total incontinencia prácticamente de todo lo que hubiera bajo el sol, incluidas las artes, se podría pensar que las razones de su "wagnerofilia" tendrían que estar exhaustivamente documentadas. Incluso si se descartan las muy publicitadas y sin embargo engañosas indicaciones de los comentarios particulares de Hitler, como son las de Kubizek o las de Hermann Rauschning, un mendaz oficial nazi empeñado en darse ínfulas, que escribió bastante sobre los encuentros que afirmó haber tenido con el Führer, todavía nos queda una montaña de materiales cuya credibilidad está garantizada. Por eso es extraño que, si se peinan todas esas fuentes públicas y privadas en busca de apuntes que esclarezcan la relación Hitler Wagner, los resultados sean más bien muy escasos.
Si nos plegamos por un instante a los pocos hechos de que se tiene constancia, Hitler manifiestamente "amaba el ruido" que hacía Wagner y se sintió irresistiblemente atraído por toda la parafernalia visual y técnica del teatro. Sonreía al escuchar Los maestros cantores y se estremecía con Tristán. En cierta ocasión afirmó que la música del Maestro sacaba al oyente de la monotonía cotidiana para elevarlo a las regiones más puras del aire, y en otra aseguró oír en ella "los ritmos del mundo primigenio". Más allá de semejantes banalidades apenas dijo nada de sustancia sobre las propias partituras, aunque tenía un buen oído y sabía precisar si por ejemplo un oboe estaba desafinado o si un tenor se saltaba un compás. Las producciones escénicas le apasionaban al menos tanto como la música, si no más, y de ahí la petición especial que le hizo a Winifred para que Roller, su ídolo de juventud, fuera contratado en Bayreuth. Le encantaba estar entre bastidores para ver mejor determinados detalles de la iluminación y la escenografía, conocía al pie de la letra no pocas estadísticas sobre diversos teatros de la ópera de toda Europa, y pasó muchas horas examinando diseños de escena que él mismo había ideado. Aunque no se contentaba sólo con los conceptos escénicos. Con ayuda de Speer, e incitado por él, fabricó monstruosos planes "a escala real", muchos de ellos por fortuna nunca llevados a la práctica, para la construcción de inmensos edificios y de nuevas ciudades, de una manera como jamás se había visto en el mundo. De ese modo, y a edad ya tardía, retomó el hilo de aquella carrera dedicada a las artes visuales que había iniciado décadas antes en Viena. Por ser el máximo dirigente de los nazis, disponía de medios ilimitados para todo ello, y su desmedido amor por los montajes escénicos de Wagner sin duda le sirvió de acicate, tanto que la mayor parte de su séquito, y en especial su estado mayor, la inmensa cantidad de tiempo que "malgastaba” en el arte.
¿Y todo esto no equivale, sin embargo, a confundir los árboles con el bosque? Para muchas personas, la explicación de los vínculos que existieron entre el Führer y el Maestro es (peligrosamente) obvia; a saber, que un fascista, un líder ferozmente antisemita, y dotado de pretensiones artísticas, por fuerza ha de sentirse atraído por un compositor fascista y ferozmente antisemita. “Hay mucho Hitler en Wagner", como dijo Thomas Mann con una concisión poco corriente en él en una carta de 1949. No fue la primera vez que Mann dijo algo semejante. Sus abundantes y ya antiguas dudas acerca de la obra del compositor, que sin embargo no se abstuvo de apreciar e incluso de amar, se incrementaron cuando se exilió en 1933 y observó desde lejos el culto que rendía Hitler al Maestro. Escribió en Estados Unidos, en 1940, que con su "Wagalaweia y su aliteración, con su mezcla de las raíces en el alma y los ojos puestos en el futuro”, la música de Wagner era "el exacto antecesor espiritual del movimiento 'metapolítico' que hoy aterra al mundo entero”. En cualquier caso, Mann es un testigo peligroso tanto para los admiradores como para los enemigos de Wagner. Con franqueza reconoció su ambigüedad al decir a un amigo en 1942 que un día podía escribir de un modo sobre el compositor, y al día siguiente de otro muy distinto. De hecho, en 1951, cuatro años antes de morir, Mann vuelve a elogiar Los maestros cantores, que califica de "obra espléndida, una ópera de auténtico valor, como nunca ha existido otra... y que despierta el entusiasmo vida y por el arte".
Si las obras de Wagner realmente fueron ‘el exacto antecesor espiritual’ del nazismo, no cabe duda de que precisamente el Führer habría insistido a machamartillo en esa cuestión. En cambio, es vano empeño bus car en él una interpretación fascista de los dramas musicales; aún es más raro buscar en él alguna referencia directa a los escritos teóricos. Hay en efecto muy pocas pruebas de que Hitler leyera las obras en prosa de Wagner, aunque sí se tiene la evidencia de que tomó algunas en préstamo de una biblioteca antes de su ascenso al poder, y el fraseo de algunos de sus discursos indica que se había embebido por lo menos del espíritu de El judaísmo en la música. En tal caso, ¿por qué no empleó al Maestro tomándolo más visiblemente por aliado, en especial de su cruzada antisemita? En Mi lucha, por ejemplo, señala que su originaria hostilidad a los judíos estuvo muy en deuda con el ejemplo que dio Karl Lueger, el alcalde anti semita de Viena. También ensalza a Goethe por actuar de acuerdo con el espíritu de "la sangre y la razón" al tratar "lo judío" como elemento claramente extranjero. No rinde un homenaje similar al Maestro, y de hecho menciona a Wagner por su nombre una sola vez en todo el libro (aunque en muchos otros lugares sí se refirió al “Maestro" de Bayreuth).
Ni siquiera cuando Hitler se queja en otro contexto de que permitir la actuación de artistas judíos en Bayreuth era equivalente a una “profanación racial", y asegura que fue esta realidad lo que desbarató su primera visita al festival en 1925, pasa a decir algo así como que "el Maestro, que tan acertadamente denostó a los judíos, tuvo que revolverse en su tumba".22 Además, para entonces su antisemitismo se había intensificado mucho, seguramente a resultas de las heridas que sufrió, en especial en un ataque con gases, en una guerra que a su entender se había perdido debido a la traición “judeo-marxista".
La explicación más probable de toda esta reticencia es que Hitler comprendió, mejor incluso que Goebbels, por ejemplo, que con Wagner se encontraba en un terreno ideológico engañoso. A fin de cuentas, el propio Maestro había contratado a Levi, aunque fuera de mala gana, para que dirigiera Parsifal, y tuvo bastantes amigos judíos, por mal que los tratara. En cuanto a la solución que propuso en El judaísmo al "problema judío", equivalente a la asimilación total, difícilmente pudo estar más lejos de lo que Hitler tenía en mente. Es verdad que en su segunda versión del Judaísmo Wagner planteó la cuestión de que los judíos tal vez debieran ser expulsados, acercándose más a una actitud que Hitler sí hubiera visto con buenos ojos, pero si lo hizo no fue con la clara convicción de que el comentario pudiera ser de utilidad para los propagan distas del nazismo. Además, y ya al final de su vida, Wagner, dándole una nueva vuelta a la cuestión, pareció haber planteado la idea de judíos podían salvarse mediante "la sangre de Cristo", mediante su con versión. En resumidas cuentas, es posible que Hitler no llegara a citar que los la prosa de Wagner no porque apenas la conociera, sino porque la cono cía demasiado y estimó más conveniente echarse atrás.
Si bien su antisemitismo era en efecto ambivalente, Wagner sirvió de modelo pese a todo para Hitler. ¿Qué clase de modelo fue? La respuesta surge con bastante claridad cuando Hitler hace esa única referencia al Maestro en Mi lucha. En ese punto de su fatigosísimo y prolijo relato, Hitler no aborda directamente el antisemitismo, ni la música, ni el teatro, sino lo que él denomina "los maratonianos de la historia", los grandiosos, solitarios individuos que trabajan de cara al futuro, condenados a ser en gran medida mal entendidos en su tiempo, aunque siempre dispuestos "a seguir luchando por sus ideas e ideales hasta el final". Como ejemplos de esta actitud, Hitler aduce sólo tres nombres -Lutero, Federico el Grande y Wagner-, aunque obviamente da a entender que la lista podría ampliarse y que él podría estar incluido en ella. De este trío, Wagner era el más próximo a Hitler desde el punto de vista histórico, y el sino de muchos de los héroes escénicos de Wagner estuvo cerca de igualar el de los "maratonianos": Rienzi, el tribuno que muere entre las llamas, así como Lohengrin y Tannhäuser, los "marginados" e "incomprendidos", e incluso el sabio y anciano Sachs, el viudo que conquista la aclamación del público, si bien se condena a la soledad al renunciar a Eva y ayudar a su amado caballero andante a ganar el premio del Maestro. ¿No es así como se veía Hitler a sí mismo, solitario, esforzado, heroico? Aunque pueda parecer grotesco, la vida y las obras de Wagner fueron casi con toda certeza espejos en los el Führer creyó verse reflejado, al menos en términos generales y, para él, de un modo imponente.
No es de extrañar que a Hitler le conmoviera la visita que hizo a Wahnfried por vez primera en aquella mañana de otoño de 1923, cuando estuvo ante la tumba del Maestro. Y tanto más por cuanto de pronto se encontró en el centro de lo que era a todas luces una familia feliz y unida, experiencia insólita para un veterano de guerra y además cargado de odio. Si bien Siegfried le pareció a Hitler un tanto blando, era a pesar de todo el hijo del Maestro, y se esforzaba por poner el festival de nuevo en marcha. Asimismo, había que tener en cuenta a los niños, tan vivarachos, y a la anciana abuela de la primera planta, y al "sabio" Chamberlain que vivía a la vuelta de la esquina, y por encima de todos a su adoradora Winifred. Casi veinte años después, recordando el pasado en su Wolfsschanze (“La guarida del lobo"), su cuartel general en Prusia Oriental, Hitler comentó con emoción sus experiencias de aquel primer encuentro y el modo en que la familia estuvo a su lado cuando pasaba por sus momentos más bajos. “¡Amo a todas esas personas, amo Wahnfried!", confesó, añadiendo que consideraba un golpe de fortuna que, al salvar el festival del colapso financiero cuando llegó al poder en 1933, hubiera tenido la ocasión de devolverles a los Wagner el apoyo inicial que le prestaron. Sus habituales visitas a Bayreuth, dijo, habían estado siempre entre sus momentos de mayor felicidad, y cuando terminaban tuvo siempre la misma sensación que tenía al retirar los adornos de un árbol de Navidad.
Tras la muerte de Siegfried, y en contra de su voluntad, corrieron no pocas especulaciones sobre la muy elevada posibilidad de que Hitler y Winifred fueran a contraer matrimonio. Era ampliamente conocida su dilatada relación, y habían corrido las informaciones (naturalmente embellecidas) sobre las visitas nocturnas, visitas "relámpago”, que le hizo a menudo el Lobo. Hacia 1932 como muy tarde, cuando el cabecilla nazi ostentosamente envió un inmenso ramo de flores a Wahnfried, la prensa local había llegado a la conclusión de que estaba a punto de hacerse en firme el anuncio del compromiso. Pero las flores en realidad se enviaron para conmemorar la confirmación de Wieland y de Friedelind como miembros de la iglesia ya de pleno derecho, y ese anuncio de compromiso nunca llegó a hacerse. "Mei Mudder mecht scho, aber der Onkel Wolf mecht halt net", parece que dijo Friedelind. El sabor inimitable de su dialecto se pierde en la traducción, aunque el sentido es bien claro: "Mi Madre claro que quiere, pero el Tío Lobo dice que no". Seguramente es muy cierto. Hitler dejó su matrimonio para una edad ya tardía, fuera por sentir la necesidad de "preservarse para el pueblo alemán", fuera por razones más íntimas, fuera por una mezcla de ambas consideraciones.
Hay que recordar que tuvo que llegar el 29 de abril de 1945 para que con trajese matrimonio en su búnker, en Berlín, con su compañera y presunta amante, Eva Braun. Al día siguiente los recién casados se quitaron la vida.
Fuera a pesar de, o fuera precisamente por la ausencia de vínculos matrimoniales, "Winnie" y "el Lobo" mantuvieron un contacto constante y sumamente amistoso a lo largo de los años, aunque el vínculo existente entre ambos fue a menos durante la guerra. Él le escribió con asiduidad incluso cuando estaba sumamente deprimido (como obviamente estuvo tras el misterioso asesinato de su sobrina preferida, "Geli", acaecido en el piso que él tenía en Múnich en 1931). Winifred hizo todo lo posible por darle ánimos, y se esponjaba como una colegiala ante cualquier muestra de afecto. "No quepo en mí de contento y de agradecimiento", confesó cuando él le envió un retrato suyo. El cuadro, aseguró ella, era "una obra maestra por su precisión" que "ahora engalana mi casa con la bendición de su constante presencia. ¡Gracias infinitas le sean dadas, prodigue usted ese júbilo innombrable! Con amistad siempre fiel, suya, Winnie".
En un plano puramente práctico, naturalmente, y en su condición de directora del festival, Winifred tenía muchos más motivos de agradecimiento a su "Lobo". De entrada, disipó todas las complicaciones monetarias de Bayreuth, y lo hizo de una manera tal como ningún otro benefactor, ni siquiera el rey Luis, había llegado a hacer con anterioridad. Hay que reconocer que buena parte del dinero recibido llegó directamente de él, y ni siquiera en todos los casos llegó de otros nazis que se plegaran al evidente deseo del Führer. En un principio, Goebbels tuvo una particular actividad en el respaldo de Bayreuth, tal vez por pensar que allí podía adquirir, por medio de sus aportaciones, una influencia decisiva. Sólo en 1934 su ministerio de propaganda compró más de once mil entradas por valor de 364.000 marcos (más o menos un tercio del presupuesto total de Bayreuth). Ese mismo año, el Reichsrundfunk (ser vicio radiofónico del estado) gastó 95.000 marcos en derechos de difusión del festival, y siguió pagando considerables sumas anuales (aunque no tan elevadas) en lo sucesivo. Sin embargo, y en líneas generales, en los años anteriores a la guerra, incluido 1939, la Reichskanzlerei (cancillería) de Hitler fue el principal respaldo del festival, llegando a dedicar un total ligeramente superior al medio millón de marcos en la compra de entradas de Bayreuth y de apoyo a los nuevos montajes. Aunque sea incongruente desde un punto de vista financiero, las cosas empezaron a ser más sencillas en el festival durante los años de la guerra (1940-1944). Por orden expresa de Hitler, una organización nazi dedicada a gestiones relacionadas con el ocio de los ciudadanos compró la totalidad de las entradas y pagó casi todas las facturas, desembolsando una media de más 28 de un millón de marcos anuales.2
Además del florecimiento que trajo consigo esta lluvia de dinero, Winifred también fue consciente de que podía recurrir a Hitler siempre que tuviera la sensación de que su puesto, como directora del festival, se encontraba amenazado, por ejemplo entre los celosos funcionarios nazis de la localidad, o debido al afán siempre adquisitivo de Goebbels. Gracias a la protección de Hitler, Winifred con frecuencia pudo contratar a los artistas con los que deseaba contar a toda costa, y que sin embargo le hubiera sido prácticamente imposible contratar de observarse estrictamente las odiosas leyes políticas y raciales del Reich. Buen ejemplo de ello fue el Heldentenor (tenor dramático) Max Lorenz, bisexual practicante y casado con una judía, al que Winifred contrató año tras año para que se ocupase de papeles estelares, entre ellos Sigfrido, Tristán, Parsifal y Walther von Stolzing. Otro ejemplo es el de Franz von Hoesslin, director con antepasados judíos, también casado con una judía, al que se le hizo el vacío en otros teatros de la ópera en la Alemania nazi, pero no dejó de comparecer con asiduidad en Bayreuth. Tampoco es que Winifred necesitara apelar siempre, y de manera directa, a la ayuda de su Lobo; bastaba con que se supiera su estrecha relación con el Führer para que los burócratas nazis, tan dados a levantar toda clase de escándalos, se mantuvieran al margen.
Hasta ese extremo fue Bayreuth a partir de 1933 un "festival de Hitler", y no tanto un "festival nazi". No quiere esto decir que fuera en tal o cual sentido moralmente "mejor", como habría querido dar a entender algún apologista de posguerra excesivamente celoso. Tampoco significa que el Führer siempre se saliera con la suya cuando se trataba de elegir intérpretes y escenografías. Sin duda tuvo un papel decisivo en la contratación de Roller para Parsifal y en el regreso de Furtwängler a Bay reuth en 1936, además de haber tramado un plan, puesto en parcialmente antes de que empezase la guerra, para la creación de un nuevo complejo gigantesco donde desarrollar el festival, dentro del cual práctica sólo fue Winie fred quien en gran parte logró hacer frente a los deseos del dictador defen diendo con eficacia los que ella tenía, sobre todo el de que el dúo com puesto por Heinz Tietjen y Emil Preetorius pudiese operar a su antojo. Aunque sus razones en este terreno tampoco es que fueran puramente profesionales. Como muy tarde en 1933, Winifred ya había empezado a tener una fuerte dependencia emocional de su "Heinz", muy superior a la que tenía del todavía deseable, pero a todas luces inalcanzable “Lobo". Para los niños, entonces apenas adolescentes, Hitler siguió siendo una especie de tío casi siempre benévolo, mientras que Tietjen había ocupado el lugar del padre suplente. Éste fue un papel que pudo causar y en efecto causó un resentimiento incalculable.”
Los años de la guerra
“Ya a comienzos de 1940, Winifred había comunicado a Hitler que con tantos músicos y técnicos en el frente, o a punto de machar a la guerra, no había forma de sacar adelante las funciones previstas para el verano. El Führer sin embargo insistió en que Bayreuth bajo ningún concepto se podía cancelar, tal como había ocurrido tanto durante como después de la Primera Guerra Mundial, y alegó que pondría a su entera disposición a todo el personal necesario. Cuando Winifred replicó que, a pesar de todo, apenas habría público, Hitler declaró que también se ocuparía de eso. Él tampoco podía actuar, bromeó, ante un patio de butacas vacío.
Así se dio el caso de que durante cinco veranos seguidos, de 1940 a 1944, decenas de miles de combatientes, obreros y personal sanitario acudieron a la localidad llevados por la organización Kraft durch Freude para que se embebieran de las obras del Maestro (y asistieran a conferencias explicativas en que era obligatoria su presencia) en la Colina Verde, a pesar de que estaba librándose la guerra. Pese a sus preocupaciones iniciales, Winifred no tardó en aceptar esta oportuna solución. El propio festival se libró de las complicaciones del transporte, del alojamiento, de la necesidad de vender todas las entradas. Kraft durch Freude se ocupó de todo eso. Asimismo, años después Winifred aún elogiaba la especial calidad del público a lo largo de la guerra, de aquellos "valerosos sol dados y oficiales", muchos de ellos heridos, incapaces de acudir al Festpielhaus sin ayuda ajena. No eran reclutas que por azar hubieran tenido que defender la causa de Bayreuth, recalcó con orgullo, sino auténticos admiradores de Wagner que se habían ganado el derecho a tener una entrada gracias a su especial aportación al esfuerzo bélico de la nación. Los propagandistas nazis a menudo se manifestaron en una vena semejante. Inspirados por un público que había mirado a la muerte a los ojos, aseguraron, los cantantes y los músicos estuvieron a mayor altura que nunca, y a su vez incendiaron el ánimo de quienes los oyeron con tanta valentía. Una película de 1941, Stukas, que Goebbels elogió por “sus maravillosas tomas aéreas", recalcó esta intención al mostrar cómo un piloto de un bombardero que se encontraba deprimido recuperaba el ansia de entrar en combate tras una considerable dosis de Wagner en Bayreuth. En un plano más sofisticado, se defendió que como el público en aquellos años estaba seleccionado de todos los sectores de la sociedad, y (gracias a la generosidad del Reich) además asistía sin tener que pagar, el festival por fin estaba a la altura de la idea inicial que concibió el Maestro.
Aunque Hitler había insistido en que el festival siguiera celebrándose durante la guerra, sólo asistió en persona una vez, el 23 de julio de 1940, para presenciar, de una manera tal vez profética, ‘El crepúsculo de los dioses’. Esa bien pudo ser la última ocasión en la que se reunió con Winifred, y así es como la describe Wolfgang entre otros. La propia Winifred dijo exactamente lo mismo en su juicio, o ‘desnazificación’, de 1947, pero décadas después cambió de partitura, y sostuvo que Hitler de hecho había visitado Wahnfried poco antes de que los oficiales de la Wehrmacht intentasen en vano hacerle saltar por los aires en su cuartel general de Prusia Oriental, ya en julio de 1944. Afirmó recordar claramente que al marcharse de la casa en aquella ocasión se volvió hacia ella y le dijo en un susurro que ‘oigo ya batir las alas de la diosa de la victoria’, comentario que, según se estaba desarrollando la guerra, incluso a Winifred le resultó extraño, y que atribuyó a las inyecciones de estimulantes que le estaba administrando entonces su médico personal, Theo Morell.
A medida que fue cambiando el curso de la guerra, volviéndose contra él, parece ser que Hitler apenas puso las obras del Maestro cuando oía música en privado, optando por un menú mucho más ligero.
Aun cuando Hitler hiciera en efecto aquella visita en 1944 a Wahnfried, todo indica que durante la guerra se enfriaron sus relaciones con Winifred, y no sólo, o ni siquiera de manera especial, debido al ‘asunto Friedelind’. Los dos mantuvieron contactos esporádicos, pero no se han encontrado pruebas de que ‘La Señora de Bayreuth’, al contrario que sus hijos varones, y también Serena, visitara al Lobo en Berlín después de 1940, como sucedía en los años anteriores a la guerra. Aparentemente, sus cartas no siempre llegaron a destino. Afirmó que Hitler le había avisado de que Martin Bormann, su maquiavélico ayudante, interceptaba algunas, y le sugirió que en el futuro contactase con él a través de su médico. Es posible que sea cierto. Bormann no era precisamente un admirador de los Wagner, y había ocupado el lugar de Rudolf Hess, cuando éste huyó a Escocia en 1941, en un puesto de la máxima responsabilidad. Por otra parte, puede que Hitler se hubiera hartado de las numerosas peticiones de ayuda que le hizo Winifred, y que tratase de encontrar una excusa para rehuirlas. Por ejemplo, ella detestaba a Fritz Wächtler, el sanguinario Gauleiter de Bayreuth, y en vano suplicó al Lobo que lo cambiase por otro. Mucho más a su favor intervino Winifred repetidas veces en nombre de ciertas víctimas de los nazis, judíos y no judíos, a las que consideraba "dignas" de la clemencia del Führer. Como de costumbre, deploró los casos de injusticia manifiesta que le llamaban la atención, si bien siguió calificándolos de incidentes aislados, por los que Hitler no podía ser responsable.
Sólo en una ocasión, sostuvo, se enojó realmente el Lobo con ella, y fue porque no intervino cuando él pensó que debiera haberlo hecho. En 1941 Ulrich Roller, hijo de Alfred Roller, al que Hitler tanto reverenciaba, y diseñador escénico de gran talento, que había trabajado como ayudante de dirección en Bayreuth, cayó muerto en una acción bélica en el frente del Este. Se dio el caso de que Winifred había tenido la intención de pedir al Führer que obrase como estimara oportuno para evitar que Ulrich tuviera que entrar el combate, pero el joven, que entonces prestaba servicio en un campo de concentración, le pidió que no intercediera en su nombre. Parece ser que le habían destrozado los horrores que presenció en el campo, a punto de que prefería que su destino estuviera en el frente. Hitler consideró su muerte un inútil sacrificio de "talento ario", y al menos en parte culpó a Winifred por ello.”
La posguerra
“Es característico que Winifred no diera muestras de humildad ni de arrepentimiento: de hecho, y al igual que Wolfgang, afirmó que no encontraba ninguna razón para arrepentirse de nada. Cuando Furtwängler le preguntó cómo era capaz de soportar tal cantidad de invectivas como las que lanzaban sobre ella los aliados y los alemanes hostiles, como si fuesen cubos de basura, replicó con total serenidad que todo aquello no le afectaba en modo alguno, puesto que no se consideraba culpable de ningún delito. Como una reina en el exilio, emitió firmes aunque infructuosos edictos desde su refugio en Oberwarmensteinach, amonestando a los norteamericanos por la colocación de aquellas estufas en un edificio tan inflamable como el teatro del festival, o apremiando a la Interpol para que estuviera pendiente por si aparecieran aquellos manuscritos de Wagner que habían estado en poder del Führer. En efecto, como dijo en repetidas ocasiones a los aliados que la interrogaron, había sido durante mucho tiempo amiga íntima de Hitler, aunque no, nunca se había acostado con él. Siempre le había parecido un hombre encantador, digno de toda confianza, dotado de un amable sentido del humor, además de ser un auténtico experto en Wagner, y no estaba dispuesta a desdecirse de nada sólo porque hubiese muerto y hubiese perdido la guerra. Las relaciones que mantuvieron, según insistió una y mil veces, ron nada que ver con la política. mil veces, nunca tuvieron nada que ver con la política.
Aunque Winifred era una mujer franca por naturaleza, es improbable que su aparente sinceridad fuera en este caso del todo espontánea y ajena al cálculo. La campaña aliada de descalificación había comenzado ya entonces -con especial fuerza en la zona norteamericana- y “la Señora de Bayreuth” sabía de sobra que muchos de sus lazos con Hitler estaban bien documentados y sería imposible desmentirlos. A su entender, sería mucho mejor reconocer sin ambages lo que era de sobra conocido, tratar de darle la interpretación más favorable y correr un tupido velo sobre todo lo demás. Cuando se le preguntó si conservaba algunas cartas de Hitler, rápidamente entregó unas cuantas, aunque, tal como señaló más adelante, en privado, se reservó muchas más, y los norteamericanos, contentos ante su aparente disposición a colaborar, no insistieron en la búsqueda. El propio Klaus Mann, hijo de Thomas, que había regresado de su exilio en Estados Unidos, y que era cuando menos tan hostil como su padre a Hitler, reaccionó ante Winifred con cierto respeto reverencial. Tras entrevistarla para un periódico de las fuerzas estadounidenses de la ocupación, ‘Stars and Stripes’, dijo que solamente había conocido a una persona en la Alemania de posguerra que libremente reconociera haber sido de filiación nazi, y resultó que era una persona nacida en Gran Bretaña.
A orillas del Bodensee, sin embargo, Wieland distaba mucho de sentirse emocionado por la aparente candidez de su madre, actitud que parecía destinada a llamar aún más la atención sobre el papel de la familia, y en especial el suyo propio, durante el Tercer Reich. Aunque durante años fue feliz al disfrutar del favor de Hitler, en esos momentos estaba más deseoso que nunca de disociarse de toda relación con el Führer y sus hazañas. En una carta dijo a su madre que tal vez le sorprendiera saber que, a pesar de que tuvo por ella una "total comprensión" en la época que "gracias a Dios por fin ha quedado atrás", "una y mil veces" preferiría haber optado por la manera de obrar que adoptó Friedelind. A Winifred, con toda seguridad, le sorprendió. Aunque Wieland, en los últimos momentos, hubiera considerado la posibilidad de huir del Reich, y aunque hubiera hecho ya al final una intentona abortada, no existía el menor indicio de que hubiera llegado a pensar en el exilio cuando Hitler estaba en todo su apogeo. Pero, dejando a un lado su sorpresa, no su incredulidad, ante esta particular revelación, Winifred sencillamente sintió que correspondía más que a nadie a Wieland dar mayores muestras de agradecimiento a su difunto benefactor. Tal como señaló años después, Hitler había favorecido a Wieland "en todos los sentidos posibles", y probablemente incluso le salvó la vida al eximirlo del servicio militar. Que su hijo mayor fuera tan ingrato una vez terminada la guerra, se quejó, era sencillamente incomprensible.
La atención de todas las partes implicadas se iba a concentrar en el juicio de Winifred, que comenzó ante el ‘Spruchkammer’ correspondiente, en Bayreuth, el 25 de junio de 1947, dos días después de que cumpliese cincuenta años. Acusada entre otras cosas de ser "una de las más fanáticas y leales partidarias de Adolf Hitler", que además "había recibido "cantidades de dinero y considerables" directamente de los nazis y gracias a su "activo papel en el partido", Winifred afrontaba una posible condena por "delito mayor", calificación que habría entrañado la pérdida virtual prácticamente de todo, incluida la libertad. No parece que esta perspectiva en ningún momento la arredrase. Armada con una alegación en su defensa de un total de sesenta y cuatro páginas, titulada simplemente Denkschrift (es decir, "exposición"), y respaldada por una amplia gama de testigos, todos los cuales testimoniaron que les había ayudado en los peores momentos, la "exiliada Señora de Bayreuth" quiso demostrar que no había cometido ningún acto de maldad y que, por el contrario, había hecho muchas obras buenas. Sus principales argumentos eran a estas alturas de sobra conocidos, a saber, que sus estrechos lazos con Hitler habían sido los propios de una amistad personal fundamentada en el amor de ambos por la obra de Wagner; que su último encuentro con él había tenido lugar muy a comienzos de la guerra (a la cual, según hizo hincapié, había manifestado ella su oposición e incluso su repulsa); que se había servido continuamente de la influencia que pudiera tener para ayudar a los judíos y a otras víctimas de la maquinaria del partido; por último, y no por ello menos importante, que los fondos que los nazis habían canalizado hacia Bayreuth (y que llegaron a alcanzar un montante máximo de más de un millón de marcos anuales incluso en los años de la guerra) habían ido a parar al festival, y no habían servido para su enriquecimiento personal.
Gran parte de todo ello parece que revistiera bastante verosimilitud, aunque dista mucho de ser toda la verdad. Dejando a un lado la cuestión de la fecha en que realmente viera a Hitler por última vez (décadas después afirmó con convicción que había sido en 1944), Winifred se fue por la tangente y se contradijo no pocas veces al hablar de lo que presuntamente sabía de los campos de concentración y de exterminio. Aunque manifiestamente tuvo hasta 1939 la esperanza llegara a producirse, luego la respaldó hasta las últimas consecuencias, de que la guerra no llegando a calificarla, en un folleto de circulación interna impreso en Bayreuth, de pugna aciaga entre "el mundo de la cultura occidental y el espíritu destructivo de la conspiración mundial plutócrata y bolchevique"
Semejante jerga antisemita, y antisoviética, bien podría tener su origen en cualquiera de las muchas peroratas que oyó de boca de su amigo el Lobo, y tal vez es en esa fuente donde bebió esas expresiones y esas ideas. у En cuanto a las aportaciones dinerarias de los nazis al festival, era cierto que poco fue lo que terminó directamente en el monedero de Winifred (y también es cierto que los regalos que la "Señora de Bayreuth" recibió del Führer probablemente no tuvieran más valor que los obsequios que ella le hizo). Ahora bien: ¿no era el festival propiedad privada de Winifred, no era de hecho su principal medio de subsistencia? ¿No fue en aumento el éxito del festival -y por tanto el suyo- después de 1933, sobre todo porque fue Hitler quien lo respaldó con su presencia y, directa e indirectamente, con sus fondos?
El hecho de que hubiera sido capaz de prestar ayuda a tantas personas, de modo que huyeran de las siniestras redes de los nacionalsocialistas, siendo además personas que de los contrario habrían terminado por ser encarceladas o asesinadas, a juicio del fiscal lisa y llanamente servía para demostrar qué grande había llegado a ser su influencia por estar justo en la cumbre de un sistema perverso de arriba abajo. Al encontrarse ante argumentos de tal magnitud y de tal complejidad, el tribunal natural mente se sintió incapaz de pronunciarse con claridad, y el veredicto, dictado el 2 de julio, no satisfizo a ninguna de las partes. Como Winifred había ayudado "a muchas personas que se vieron en graves aprietos" y "en ningún momento incurrió en un comportamiento ni brutal ni deleznable", se decidió que no le correspondía encajar en la categoría de los delitos mayores, la más grave. Por otra parte, al haber sido "leal amiga de Hitler", se consideró que había sido "partidaria comprometida con la tiranía nacionalsocialista", por lo que se le tachó de “activista” (la segunda de las categorías en orden de gravedad). Más adelante Winifred reflexionó, con una mezcla de hilaridad y desprecio, a propósito de algunas de las penas que le fueron impuestas, como por ejemplo la prohibición de hacer alocuciones públicas o de hablar por la radio durante un lapso de cinco años. Otras, como la condena a cuatrocientos cincuenta días de servicio a la comunidad, no podían constituir precisamente motivo de risa o desdén. Mucho peor fue que el sesenta por ciento de su patrimonio fuera confiscado para siempre. Beidler consideró esta última medida al menos una victoria parcial de todos aquellos que aspiraban a que existiera un "Nuevo Bayreuth", e insistió en que a la luz de todo ello se tomase una decisión inmediata sobre lo que convenía hacer con respecto a la futura titularidad del festival. Pero ésta fue una de esas cosas que resultan más fáciles de decir que de hacer.
Winifred, particularmente agraviada al verse calificada de partidaria acérrima de la tiranía nazi, inmediatamente recurrió la sentencia. El fiscal, con la convicción de que se estaba permitiendo que escapase impune una persona que había cometido delitos de la máxima gravedad, también la recurrió. Así pues, el caso volvió a juzgarse durante un periodo de casi dieciocho meses; meses que fueron cruciales, aunque no sólo para los Wagner, sino también la para toda Alemania y para los vencedores en guerra. Cambiaron las circunstancias, y las circunstancias, según es corriente decir en materia de derecho, alteran la consideración de los casos juzgados.”
Si Hitler entrase ahora mismo por la puerta…
“Si Hitler entrase ahora mismo por la puerta, sin ir más lejos -exclamó Winifred en 1975, tartamudeando a causa de la alegría que le produjo el pensamiento-, yo me-me-me... p-p-pondría tan contenta……. tan….. tan feliz de verle y de tenerle aquí que... ". Sentada en la Siegfried-Wagner Haus, que era donde residía entonces, la antigua Señora de Bayreuth recordaba con afecto cómo el Führer ("él me llamaba Winnie, yo le llamaba Lobo") había pasado un verano tras otro, durante el festival, en ese mismo edificio anexo a la casa de Wahnfried. Agradecido, el invitado le llegó a decir con anhelo en 1936 qué "espléndido” sería que él pudiera instalarse allí un buen día, pensando en quedarse para siempre (pensando seguramente, aunque resulte difícil de creer, en la idea de acomodarse allí cuando "se jubilara"). No está del todo claro con qué grado de serie dad se tomó Winifred esa afirmación en su día, aunque casi cuarenta años después es evidente que le deleitaba recordarlo.
Era verdad, reconoció la anciana en la larguísima entrevista que con cedió a Hans Jürgen Syberberg, uno de los directores cinematográficos más controvertidos de la "nueva ola” alemana, que Hitler tenía un “lado oscuro", aunque eso para ella no contaba, porque nunca había tenido personalmente ocasión de presenciarlo. Asimismo, los aspectos "negativos" del Tercer Reich habían sido "fundamentalmente" obra de otras personas, como Julius Streicher (Gauleiter de la región de Franconia y fundador de un virulento semanario antisemita, Der Stürmer), que habían tenido un comportamiento "sencillamente imposible" y a los que "todos despreciábamos”. El Lobo, a quien ella tan bien había conocido, había sido un hombre dotado del tacto infinito de los austriacos, de su característico calor humano, por no hablar ya de su amor por (Richard) Wagner, además de que, según aseguró ella, nunca la había decepcionado en los veintidós años (es decir, entre 1923 y 1945) en que mantuvieron relación de amistad. Siendo como siempre había sido "una persona enloquecidamente leal”, fue completamente incapaz de diferenciar sus sentimientos personales por un amigo tan fiel y tan constante de todo lo que hubiera seguido ocurriendo en el mundo exterior. Tras reconocer que esta actitud tal vez pudiera parecer difícil de entender, Winifred añadió, con su sonora carcajada de siempre, disuelta ya en una tos bronquítica (fue hasta el final de sus días una fumadora empedernida), que probablemente haría falta un gran experto en "psicología profunda” para desentrañar y poner en claro las relaciones que ella había tenido con Hitler.
Winifred más adelante se quejó de que Syberberg la había engatusado y la había arrastrado a ser indiscreta, primero ocultándole en qué medida pretendía concentrar la conversación sobre el nacionalsocialismo, después empleando comentarios que ella nunca había tenido la intención de que llegaran al público. Es posible que así se rodase el documental, aun que no está del todo claro quién engatusó a quién. Winifred hizo su famoso comentario, “si Hitler entrase ahora mismo por la puerta...", mientras se procedía a cambiar el rollo de la cámara, aunque, aparentemente sin que ella lo supiera, la grabadora de sonido seguía en funcionamiento. Sus palabras se insertaron en el montaje final, sobre una escena en la que Winifred, de espaldas a la cámara, aparece sentada, sola, en la cabecera de una mesa enorme, como si fuera la anfitriona de los espectros de antaño en una macabra versión del sketch "Cena para uno". No parece que ese planteamiento fuera juego limpio (aunque Syberberg sostiene el documental, con esta escena incluida, fue visionado y recibió la aprobación de Wolfgang antes de su estreno).2 Por otra parte, Winifred da en pan talla toda clase de muestras de participar en el proyecto con entusiasmo, claramente feliz de disponer de una ocasión inigualable de dar su versión personal de su vida y de su época -el Lobo incluido-, y de dar por fin salida a lo que llevaba dentro desde años atrás. Es una impresión que refuerza Gottfried, el hijo de Wolfgang, que fue quien facilitó el contacto inicial entre Winifred y Syberberg, y que estuvo presente durante todo el rodaje. A su juicio, la astuta y vieja dama sabía a la perfección qué era lo que estaba haciendo, y se adueñó de todo el proceso. Antes de comenzar el rodaje llegó a llamar por teléfono a su amiga Leni Riefenstahl, la cineasta preferida de Hitler, para pedirle que le diera indicaciones sobre el mejor modo de presentarse en el plató.”
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