Hitler se oponía enérgicamente a cualquier forma de internacionalismo, no solo porque lo despreciara por principio, sino porque lo consideraba un engaño. En parte, esta hostilidad se enfocaba hacia la izquierda alemana, cuya fe ciega en unos principios universales, alegaba Hitler, había dejado a Alemania indefensa durante la guerra mundial y a raíz de ella. Esta era la razón, sostenía, por la que «[deberíamos] liberarnos de la falsa ilusión de la Internacional [socialista] y la [idea de] la Fraternidad de los Pueblos». La principal objeción de Hitler al internacionalismo, sin embargo, era simplemente que servía a los intereses de las potencias imperiales occidentales. ¿Dónde había estado el derecho internacional, preguntaba, cuando Luis XIV había saqueado Alemania a finales del siglo XVII, cuando los ingleses habían bombardeado la neutral Copenhague en 1807, matado de hambre y oprimido a los irlandeses, o cuando los americanos habían desalojado a los nativos indios? A Hitler no se le había pasado por alto que «en casa del inventor de la Sociedad de Naciones [la América de Wilson], se rechaza a la Liga como una utopía, una idea absurda». Ni siquiera existía solidaridad racial entre los blancos, se lamentaba Hitler, porque Francia había mandado «solidariamente camaradas África para esclavizar y amordazar a la población del Rin». Por esta razón, Hitler rechazaba de plano cualquier idea de gobernanza internacional, afirmando que «la Sociedad de Naciones no es más holding de empresas de la Entente dirigido a salvaguardar sus ganancias ilícitas».
La causa de esta distribución desigual, pensaba, era el capitalismo global y su sistema asociado de gobernanza mundial. «La explotación internacional del capitalismo debe combatirse», exigía Hitler, así como la del «capital de préstamos internacional». «Queremos convertir a los esclavos del mundo en ciudadanos del mundo», anunció. Para ello era necesario «liberar al pueblo alemán de las cadenas de su esclavitud internacional». Esto a su vez implicaba que Alemania tenía que recuperar su libertad de acción militar. «El alemán es o un soldado libre», argumentaba Hitler, «o un esclavo blanco». Por tanto, hacía un llamamiento al pueblo alemán a recuperar el viejo adagio de «quien no quiere ser martillo tiene que ser yunque», añadiendo que «hoy somos yunque y nos seguirán golpeando hasta que el yunque se convierta en martillo», es decir, en una «espada alemana». La idea de que Alemania debía convertirse en «martillo» para evitar seguir siendo «yunque» era una metáfora bastante común por aquella época, a la que Hitler recurriría en varias ocasiones.
Hitler era partidario del «socialismo», pero no como los socialdemócratas, los socialistas independientes o los comunistas lo entendían. «Nacional» y «social» eran «dos términos idénticos». «El verdadero socialismo enseña que hay que cumplir con los deberes de uno al máximo», explicaba Hitler, «el socialismo real en la forma suprema del Volk». «El marxismo no es socialismo», afirmaba, «yo arrebataré el socialismo a los socialistas». Esto era lo que significaban las palabras «obrero» y «socialista» incluidas en el nombre de su partido. «No había sitio» para los «proletarios con conciencia de clase» en el partido, como tampoco lo había para «una burguesía con conciencia de clase». En repetidas ocasiones, Hitler se dirigió a los obreros. Todo ello explica la ambivalencia de Hitler hacia los comunistas, a quienes consideraba hombres buenos que habían tomado un camino equivocado y cuyo carácter le era mucho más simpático que el de la tibia burguesía, instalada cómodamente a mitad de camino. «Preferiría que me ahorcaran en la Alemania bolchevique», aseguraba, «que vivir feliz en un sur de Alemania francés». Un observador comentó que Hitler «estaba cortejando a los comunistas» al afirmar que «los dos extremos, comunistas y estudiantes, debían unirse». El centro, afirmaba, estaba lleno de «lamebotas» (Schleimsieder) inútiles, mientras que «los comunistas habían luchado con armas por sus ideales, siguiendo, simplemente, un camino equivocado». Solo había que reconducirlos hacia la «causa nacional». En el caso de los comunistas alemanes, Hitler odiaba el pecado, pero amaba al pecador.
La vitalidad de Inglaterra se basaba en la «extraordinaria brillantez» de su población. Tenían el «sentimiento nacional que tanto le falta a nuestro pueblo» y habían mantenido «la pureza racial en las colonias», afirmaba refiriéndose a la ausencia en general del matrimonio interracial entre los colonos y funcionarios de las colonias y la población nativa. A diferencia del tardío Estado nacional alemán posterior a 1871, Gran Bretaña gozaba de «una tradición político-diplomática centenaria». Y, a diferencia también de Alemania, había entendido la verdadera relación entre política y economía. «Inglaterra ha reconocido el principio básico para la salud y existencia del Estado», argumentaba Hitler, «y ha actuado durante siglos de acuerdo con el principio de que el poder económico debe ser transformado en poder político» y «que el poder político debe utilizarse para proteger la vida económica». «Hay algunas cosas que permiten a Gran Bretaña ejercer la dominación mundial», explicaba: «Un muy desarrollado sentido de la identidad nacional, una clara unidad racial y por último la capacidad de convertir el poder económico en poder político, y el poder político en poder económico».
Se percibían sin embargo algunas ausencias sorprendentes. Para un hombre que luego expresaría unas opiniones tan radicales sobre el tema, hasta ese momento había dicho muy poco -más allá de unos cuantos ataques al cubismo, el futurismo y al «kitsch» judío en general- sobre el papel de la cultura en el resurgimiento de Alemania. Hitler se había manifestado mucho menos de lo que habría cabido esperar acerca de la Unión Soviética y su temor al comunismo quedaba empequeñecido frente al que le producía el capitalismo.
Fuente: "Hitler, Solo el mundo bastaba", Brendan Simms. Capítulo "La "colonización" de Alemania".
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