El Segundo Libro de Hitler (El desafío norteamericano, Brendan Simms)

 

Hitler continuó trabajando en el manuscrito, de forma intermitente, durante unos dieciocho meses. En él abordaba muchos temas que llevaba tiempo ensayando en sus discursos. Al igual que en Mein Kampf, El segundo libro debe analizarse dentro del contexto de otras muchas declaraciones suyas de la misma época, algunas de las cuales quedaron plasmadas en el texto. La redacción también refleja la concepción que Hitler tenía de sí mismo como «escritor». Sin duda, él era un hombre más de hablar que de escribir, pero también era dado a las declaraciones programáticas y, a su manera, a reflexionar en profundidad sobre el estado del mundo y el lugar de Alemania dentro de él. El texto resultante, cuando se considera en conjunto con otras declaraciones de Hitler de mediados a finales de la década de 1920, resulta absolutamente clave para entender la evolución de su pensamiento y el camino que el nazismo iba a tomar a partir de 1933.


El texto se centraba principalmente en el arrollador poder de Angloamérica y especialmente de Estados Unidos. Este tema había estado presente ya en Mein Kampf, y especialmente en discursos posteriores, pero en ese momento era el que dominaba por completo la mente de Hitler. “La Unión americana”, argumentaba Hitler, “ha creado un poder de tales dimensiones que amenaza con echar por tierra todos los rankings de poder estatal anteriores”, capaz incluso de desafiar al Imperio británico. En parte esto se debía a una cuestión de espacio. Gracias a la expulsión y el exterminio de los nativos americanos, sostenía Hitler, “la tierra abundaba”. “La proporción entre el tamaño de la población y la extensión territorial del continente americano”, escribió, “es mucho más favorable que la proporción análoga de los pueblos europeos con sus espacios vitales”. Por otra parte, añadía Hitler, Estados Unidos tenía un gran potencial para seguir creciendo. Disponía del “40 al 50 % de todos los recursos naturales”, y su industria no solo se beneficiaba de un enorme mercado doméstico, sino que además era altamente competitiva dentro de la escena mundial. “La Unión americana”, afirmaba Hitler, ya no se centraba solo en su «mercado interno», sino que «se había convertido en un competidor mundial, gracias a sus recursos en materias primas, tan ilimitadas como baratas».


La superioridad angloamericana era también cuestión de raza. Como hemos visto, Hitler había llegado a creer, y creería hasta el final de su vida, en el alto valor racial de los británicos, los «anglosajones», que eran una de las «razas superiores» del mundo. A finales de la década de 1920 volvería sobre su poder económico, militar, diplomático, colonial y político una y otra vez. La clave del poder británico, sin embargo, era demográfica. Hitler se expresaba con admiración sobre el «valor racial del reino anglosajón en sí», constantemente en busca de “espacio para escapar de su «aislamiento insular». Los británicos, decía, han tratado de expandirse en Europa, pero se han visto frustrados por estados racialmente «no menos» valiosos; es posible que aquí estuviera pensando en el fracaso del imperio medieval inglés en Francia. En vista de ello, Londres se había embarcado en una política colonial cuyo principal objetivo era encontrar «salidas para el material humano británico», que a la vez “se mantuviera ligado a la madre patria” -algo en lo que Alemania, según su interpretación, había fracasado estrepitosamente-, así como mercados y materias primas para la economía británica. El resultado, concluía Hitler tajantemente, era que el británico de a pie le había pasado por delante a su homólogo alemán. “El pueblo alemán como tal no está a la altura media de, por ejemplo, el británico”. En opinión de Hitler, eran sencillamente superiores a los alemanes.


El otro depósito de «valor racial», en opinión de Hitler, era Estados Unidos. Estos se habían formado a partir de un núcleo de colonos anglosajones que habían sabido expandirse y preservarse a lo largo del que tiempo. «La Unión americana», escribió, «ha establecido unos criterios determinados en materia de inmigración, gracias a las enseñanzas de sus propios investigadores en temas de raza» (refiriéndose probablemente de nuevo a Madison Grant).


 Hitler también admiraba las medidas de Estados Unidos para mantener racialmente sana a su población a través de la selección. En parte, esto era cuestión de eugenesia. Hitler comentaba en privado que él había estudiado la legislación de varios estados americanos en cuanto a cómo evitar la reproducción de personas cuya progenie, desde su punto de vista, no tendría valor o podría ser incluso perjudicial para su raza. Por lo demás, la superioridad norteamericana radicaba en la inmigración selectiva. «El hecho de que la Unión americana se ve a sí misma como un Estado nórdico-germánico y de ninguna manera como una mezcolanza de gentes de todo el mundo», señalaba Hitler, refutando sin duda la idea de Israel Zangwill de Estados Unidos como «crisol», queda claramente reflejado en «la distribución de las cuotas migratorias entre los estados europeos». Mientras que los escandinavos, los británicos y «finalmente» [sic] los alemanes ocupaban los primeros puestos de la lista, los eslavos y los latinos no salían favorecidos, mientras que los chinos y los japoneses ocupaban los últimos lugares en esta jerarquía.


Tal vez sorprendentemente, la relación entre los blancos y la por largo tiempo establecida comunidad negra no ocupaba mucho espacio en la visión que tenía Hitler de Estados Unidos, aunque los burócratas nazis más adelante estudiarían la segregación en detalle de cara a la elaboración de la legislación antisemita. En concreto, Hitler no mostraba un gran interés en el sur, ni en la lucha de la Confederación por mantener la esclavitud. Los informes sobre su entusiasmo por el Ku Klux Klan, si bien plausibles a primera vista, proceden de fuentes poco poco fiables. De hecho, el único comentario verificable que Hitler hizo alguna vez sobre la esclavitud fue claramente condenatorio. Hablaba del “trasplante de millones de negros en el continente americano” como un ejemplo de «costumbres bárbaras» como también lo eran la esclavitud en el mundo antiguo y el trato dado a los aztecas y los incas. De un modo u otro, el entusiasmo de Hitler por Norteamérica se basaba en su interés por los blancos y los judíos, no por los negros, y en su admiración no por el sur agrícola, sino por el norte industrial.


Si Hitler sentía un sano respeto por el poder demográfico, «racial», económico y militar de Estados Unidos, también percibía claramente lo que hoy llamaríamos su «poder blando». En parte se trataba de una percepción positiva de lo que el estilo de vida americano tenía que ofrecer y que él ya había documentado en ocasiones anteriores. Aunque en realidad Hitler nunca usó la expresión «sueño americano», su retórica demostraba que era plenamente consciente del concepto. “La Europa de hoy”, escribió, «sueña con un nivel de vida» que sería posible en Europa, pero que «realmente existe en América». “El americano”, expresó concisamente, vivía “en general mejor que nosotros”. Esto se debía a que «en América la relación entre el tamaño de la población y el territorio es tan estrecha», argumentaba, «que la prosperidad está mucho más extendida». Una clara demostración de ello, según la interpretación de Hitler, era el alto nivel de motorización de la población de Estados Unidos. 


Aparte de esto, a Hitler le preocupaban profundamente algunos aspectos de la cultura americana. Comparaba las glorias del mundo antiguo con la «a todas luces diferente» «advenediza cultura» de América. En cierta ocasión, Hitler y Hess hicieron mofa de un multimillonario norteamericano tan vulgar que había erigido una imitación del palacio de Versalles donde tenía una bañera de oro, criados vestidos con librea y una galería de arte en la que los cuadros todavía tenían el precio puesto. A Hitler le preocupaba en especial la influencia de la cultura popular americana en Alemania, y criticaba duramente los “vampiros de los grandes almacenes”, que no solo suponían la ruina de los pequeños comercios, sino que exhibían «todo tipo de baratijas, luces de neón, teterías, escaleras mecánicas y jardines con palmeras» para engañar a los incautos. Hitler desplegaba entonces todo un panorama de pánico moral. Sin embargo, es posible que su mayor preocupación fuera la música, tema que él tanto estimaba. «La música de jazz», sostenía, «ha conseguido llegar a todas las personas por igual, pero bajando el nivel». Esta ambivalencia acerca del carácter de América, que en ningún caso debería confundirse con un simple desprecio, le acompañaría hasta el final.


La fortaleza angloamericana contrastaba con la debilidad alemana. Una vez más, esto obedecía en parte a una cuestión de espacio. A finales de la década de 1920, tanto en El segundo libro como en muchas otras ocasiones, Hitler expuso con detalle sus ideas sobre la exposición geopolítica de Alemania. «Por todas partes territorios desprotegidos, abiertos», que en las zonas occidentales albergaban importantes instalaciones industriales. Alemania estaba rodeada por depredadores como Francia y Rusia y, por si fuera poco, enjaulada naval y comercialmente por Inglaterra. Para empeorar más aún las cosas, Francia se hallaba unida a Polonia por una alianza, en el este, y a Checoslovaquia y Yugoslavia, en el sudeste. Alemania, en resumen, estaba acorralada: «rodeada» y «completamente cercada». Por otra parte, Alemania no solo era vulnerable, sino que carecía de masa territorial crítica. Era imposible de defender completamente, pensaba, especialmente debido a los últimos avances en tecnología. Millones de alemanes, lamentaba Hitler, vivían apretados en un área "que un avión moderno podía atravesar de norte a sur en unas dos horas».


Hitler también veía la guerra y el conflicto como una amenaza para el pueblo alemán. Aquí se producía una evidente contradicción en su pensamiento. Por un lado, Hitler veía la «lucha» como clave para la vida y la supervivencia de su pueblo. Por otro, creía que la guerra se cobraba la vida de los mejores y más valientes, dejando a los más débiles y cobardes. «La naturaleza de la guerra es tal», escribió, «que conduce a la selección racial dentro de un pueblo a través de la desproporcionada destrucción de sus mejores individuos». Esto podía desembocar «en cien años en un mortal desangramiento paulatino de la parte mejor [y] más valiosa de un pueblo». Por esta razón, Hitler condenaba las guerras innecesarias como «crímenes contra el organismo político, así como contra el futuro de un pueblo». Por un lado, Hitler invocaba con patetismo la memoria y el sacrificio en el frente; por otro, incidía repetidamente en los horrores y las heridas causadas por la guerra, que él había sufrido en primera persona. Negando despectivamente un conocido dicho civil, describía candorosamente su preferencia por la mutilación sobre la muerte. «Decían que [era] maravilloso morir como un héroe», comentaba Hitler, pero «el soldado que está en el frente lo veía de otra manera». «Aunque en casa dijeran que preferían morir a perder un miembro», continuaba Hitler, la verdad era que los hombres que luchaban en Flandes hubieran sacrificado con gusto una mano o una pierna a cambio de que una baja definitiva les librara del combate y les diera la oportunidad de sobrevivir. «Para los que habían servido como soldados», afirmaba, «la guerra no tenía nada de bonito», sino que era «terrible».


El pueblo alemán de la época de Hitler estaba formado por los posos que quedaban una vez que Norteamérica se hubiera llevado la crema.


Obviamente, lo que se percibía como pérdida para Alemania era una ganancia para Angloamérica. Hitler volvió a repetir su teoría de que, tras la independencia, el Congreso estadounidense había adoptado el inglés como idioma de la nueva unión por un solo voto, asegurando así que Estados Unidos siguiera formando parte de lo que en líneas generales podría denominarse la Angloesfera. «Un continente entero», afirmaba, «se convirtió en británico a consecuencia de esta decisión». Hitler temía el poder de lo que él llamaba la «anglificación» de los alemanes. Lamentaba que los alemanes tendieran a «anglificarse cada vez más» en los «países anglosajones» y quedaran por tanto “teóricamente perdidos” para su pueblo, no solo en términos de su “capacidad práctica de trabajo”, sino también “espiritualmente”. “Por esta razón”, argumentaba Hitler, “la iniciativa” estaba pasando de “sus madres patrias a las colonias”, ya que allí es donde se “concentraban personas de la máxima valía”. “La pérdida de la madre patria”, lamentaba, “era la ganancia del nuevo país”. El resultado, se quejaba, era que “Alemania estaba hundiéndose cada vez más mientras que al otro lado del océano se alzaba un nuevo continente, poblado con sangre alemana”. 


Todos estos pollitos de raza, proseguía Hitler, se habían convertido en gallos en la Primera Guerra Mundial. Desde el primer momento, Alemania se había enfrentado a todo el poder de los imperios británico, francés y zarista, si bien Hitler temía al primero por encima de todos los demás. Por otra parte, explicaba Hitler en un artículo de prensa, en 1917 «la Unión americana estaba decidida a poner toda la carne en el asador en apoyo de la coalición mundial que amenazaba a Alemania». Este fue el momento decisivo en el que la derrota de Alemania se hizo inevitable y Hitler no lo olvidó nunca. Experimentó personalmente lo que aquello significaba en el verano de 1918; casi diez años después aún recordaba la fecha exacta. «Alemania envió fuera a sus mejores hijos durante trescientos años», recordaba. «Al llegar 1918 de repente vimos, el 17 de julio, al sur del Marne, a los descendientes de nuestro pueblo, nuestros emigrantes. Gente vigorosa y robusta, enfrentándose a nosotros como enemigos». «Eran los representantes del nuevo continente», continuaba diciendo Hitler. “Era nuestra propia sangre. La sangre que habíamos dejado marchar”. Por otra parte, continuaba, nadie había llegado a darse cuenta de que aquel enfrentamiento había sido «premonitorio» de la «batalla de los pueblos» (o batalla racial: Volkskampf) que había de venir. Aquí Hitler volvía a referirse a la confrontación definitiva que esperaba había de producirse entre alemanes y anglosajones.


Hitler rechazaba algunos remedios clásicos que se le ofrecían. No creía que Alemania debía exportar su gente para asegurar el suministro de alimentos. Recogiendo un comentario hecho por el canciller Caprivi en la década de 1890, dijo respecto a los políticos de Weimar: “Lo que hay que hacer no es exportar personas, sino productos”. En realidad, advertía Hitler, los británicos habían impedido la entrada de productos alemanes poniendo altas barreras arancelarias antes de 1914, y todavía continuaban esclavizando a Alemania a través del Tratado de Versalles y el acuerdo de reparaciones de guerra. Las panaceas ofrecidas desde la izquierda también fueron rechazadas, especialmente el plan para buscar la salvación a través de instrumentos de gobernanza internacionales. Por un lado, Hitler compartía la extendida visión de que la Sociedad de Naciones era un tigre sin dientes. «Una Sociedad de Naciones sin una fuerza policial propia», afirmaba, «es como un Estado sin sistema legal y sin autoridad policial». Por un lado, Hitler seguía considerando esta institución como un instrumento para el sometimiento de Alemania. «La Sociedad de Naciones está controlada por las naciones saturadas, en realidad no es más que su instrumento». Estas naciones, afirmaba, no tenían ningún interés en poner solución a la injusticia internacional, especialmente a la «distribución espacial del mundo». Esto significaba que el mundo estaba siendo dirigido no según ningún tipo de derecho internacional, sino según la ley del capital: «No de acuerdo con el derecho de los pueblos», fueron sus palabras, sino con los derechos de los banqueros de los pueblos».


El Führer guardaba un desprecio especial a los que pensaban que Alemania debía buscar su salvación en «Europa». Respecto a esto, sus palabras iban dirigidas contra las iniciativas a alto nivel en pro de la integración del continente por parte de personas como Aristide Briand, o la Unión Paneuropea del conde Coudenhove-Kalergi, pero también contra algunos elementos de la «izquierda» nacionalsocialista como los hermanos Strasser e incluso Goebbels. Tituló mordazmente el noveno capítulo de El segundo libro «Ni política de fronteras, ni política económica, ni Paneuropa». A lo que Hitler se oponía no era a la idea de mantener a raya a Estados Unidos, sino a lo deseable o practicable de hacerlo mediante una integración europea. Admitía que «es cierto que el movimiento paneuropeo parece tener, al menos a priori, algunos aspectos atractivos». No obstante, y como era de esperar, a Hitler le producían alergia no solo la herencia racial mixta de Coudenhove, sino también su visión de una Europa Unida parecida a un Imperio Habsburgo en versión ampliada. «La Paneuropa que plantea el bastardo internacional [aludiendo a su condición de mestizo] Coudenhove», bramó, “desempeñaría al final el mismo papel contra la Unión americana qu del que desempeñó el viejo Estado austriaco contra Alemania o Rusia”. 


Rechazaba los diversos cálculos “mecánicos” del potencial económico y demográfico desplegados contra Estados Unidos. “En la vida de la gente”, recordaba a sus lectores, “lo decisivo son los valores y no las cifras». Estados Unidos no solo estaba formado por “millones de personas del más alto valor racial”, por parte de la mejor sangre de Europa, sino que lo que le quedaba al viejo continente eran los residuos, de calidad muy inferior. Esto, según la interpretación de Hitler, era consecuencia de la susceptibilidad europea a la «democracia occidental», el “pacifismo cobarde”, la subversión judía, la «bastardización y negrificación», que no solo permitía a los judíos ir haciéndose poco a poco con el «dominio mundial», sino que debilitaba fatalmente al continente de cara a un enfrentamiento con Estados Unidos. Dado que la fuerza de Estados Unidos era básicamente producto de su valor racial, razonaba Hitler, «su hegemonía no podrá vencerse con una unificación de los pueblos europeos meramente formal». «La idea de resistirse a este Estado nórdico [Estados Unidos]», continuaba, con una “Paneuropa formada por mongoles, eslavos, alemanes, latinos, etcétera», en otras palabras, una entidad dominada por «cualquiera excepto los elementos germánicos», era una «utopía». Paneuropa, en resumen, no podía ser más que una «fusión bajo el Protectorado y los intereses y judíos», y “nunca crearía una estructura que pudiera plantarle cara a la Unión americana”.


Hitler afirmaba que había otra forma de enfrentarse al desafío de Estados Unidos. «Solo podrá resistir ante Norteamérica un Estado», sostenía, “que haya entendido cómo elevar el valor de su pueblo y crear la forma de Estado necesaria para esta tarea. Ello requería una combinación de medidas domésticas y diplomáticas. “La política doméstica”, escribió Hitler en El segundo libro, «debería proporcionar al pueblo poder interno para reafirmar su posición respecto a la política exterior», en tanto que la «política exterior debería garantizar la vida de la gente para su propio desarrollo interno». Ambas eran «actividades complementarias». Si, por un lado, insistía en que los éxitos diplomáticos eran baldíos si no se contaba con unas fortalezas internas, por otro pensaba que un erróneo sistema de alianzas podía ser perjudicial a efectos domésticos «porque desde fuera se transmitía la orden de que la gente debía ser educada en el pacifismo».


En el frente doméstico, Hitler apuntaba a una completa regeneración racial del pueblo alemán. En parte, se trataba de acabar con la presunta influencia perniciosa de los judíos. Sobre todo, afirmaba, se trataba de elevar el nivel racial general del pueblo alemán al de sus enemigos angloamericanos. La educación era básica para este proyecto. Hitler propugnaba el establecimiento de «internados basados en el modelo británico» para formar a la juventud alemana. Era mejor gastar cien millones de reichsmarks o marcos en las universidades, opinaba, que gastarlos en un buque de guerra. Hitler también quería superar la histórica fragmentación de Alemania. Manifestó su deseo de reconstruir Berlín como «una gran metrópolis para el nuevo Reich alemán», que contrarrestara a la «política de pequeños estados». Al mismo tiempo, Hitler quería compensar la falta de cohesión natural entre los alemanes mediante la disciplina. Esta era la razón, aparte de otras relacionadas con la disciplina de partido, que le llevaba a hacer tanto hincapié en la importancia de la obediencia al líder.


La respuesta a largo plazo a la difícil situación de Alemania, sin embargo, seguía estando en la conquista de Lebensraum en el este, un tema que Hitler ya había tratado extensamente en Mein Kampf, y que repitió a lo largo de El segundo libro y en muchos discursos. La expansión colonial era rotundamente rechazada una vez más. Esta conquista de espacio iba dirigida en parte a acabar con la vulnerabilidad geopolítica de Alemania, que seguiría existiendo incluso aunque se restauraran las fronteras de 1914. Mejoraría la situación del suministro alimentario en caso de guerra y proporcionaría a Alemania más espacio para maniobrar militarmente. «Por encima de todo», argumentaba Hitler, solo la adquisición de espacio en Europa «preservaría a la población [necesaria] » de la emigración, para poder «disponer de ella en forma de millones de soldados en el siguiente momento decisivo». Por otra parte, solamente un espacio vital mayor permitiría a los alemanes resistir la tentación del estilo de vida americano. «Ni el espacio vital de hoy en día, ni la vuelta a las fronteras de 1914», advertía Hitler, “nos permitirá llevar una vida análoga a la del pueblo americano”. Esta conexión entre (la falta de) Lebensraum y la emigración, si bien en relación con las colonias de ultramar más que a los territorios del este, había sido una constante en el discurso alemán de finales del siglo XIX y principios del XX.


Al igual que en Mein Kampf, Hitler continuaba sosteniendo que el espacio vital necesario se encontraba en las «escasamente pobladas» tierras del oeste de Rusia lindantes con Alemania. La clave para esta Raumpolitik, explicaba, era que solo podía germanizarse «el espacio», no las personas que vivían en él, como la Alemania imperial había intentado equivocadamente hacer con los polacos sobre los que había gobernado antes de 1914. El movimiento nacionalsocialista, continuaba Hitler, no estaba interesado en la «germanización», sino «solo en la expansión de su propio pueblo». «La población existente», insistía Hitler, no debía ser asimilada. Por el contrario, era una cuestión de o «bien dejar fuera a estos elementos ajenos a fin de evitar seguir contaminando nuestra sangre», o “simplemente sacarlos de allí y distribuir la tierra, que de esta manera quedará disponible para nuestro pueblo”. A medida que los bolcheviques fueron consolidando su permanencia en el poder, Hitler fue considerando cada vez más a la Unión Soviética como un vacío que pedía a gritos ser llenado. De nuevo, Hitler buscaba espacio vital en Rusia, no porque hubiera puesto el objetivo concretamente en los eslavos, sino porque sus territorios eran geográfica mente contiguos y el bolchevismo los había deteriorado tanto que los había dejado convertidos en terreno abonado para su conquista.


Hitler sabía que Alemania no «sería capaz de enfrentarse al destino sola» y «necesitaría aliados». Admiraba el espíritu de los soldados que habían garabateado «aceptamos declaraciones de guerra» en los vagones de los trenes que los conducían al frente, pero condenaba esta conducta como «absurdo despropósito» en términos de «credo político». Dedicó un capítulo entero de El segundo libro a este tema. Al igual que en Mein Kampf, Hitler rechazaba las alianzas alcanzadas por el Reich alemán en 1914, cuyo escaso valor había quedado demostrado durante la Primera Guerra Mundial. En este punto se refería principalmente a los Habsburgo. Su oposición era de menor grado, al menos en principio, a una alianza rusa. Si Rusia conseguía llevar a cabo un «cambio interno», escribió, «entonces no podría descartarse que Rusia», que «hoy en día era realmente judío-capitalista», se convirtiera en «nacional-anticapitalista», y por tanto un valioso aliado para Alemania. El peligro, argumentaba Hitler -y en esto se hacía eco de una extendida tendencia dentro del pensamiento de la época- era que una alianza con Rusia expondría a Alemania al riesgo de un ataque preventivo desde el oeste. En pocas palabras, Hitler, cuyo propósito era poner al ala rusófila del NSDAP en su sitio, rechazaba rotundamente alinearse con la Rusia soviética. Y sobre este tema no admitía ni la más mínima discusión.


No solo tenía clara la necesidad de aliados, sino que era notablemente sincero respecto al tipo de concesiones necesarias para conseguirlos. Retomando un tema tratado en Mein Kampf, Hitler ridiculizaba la idea de que Alemania no debía aliarse con ninguno de sus enemigos de la Primera Guerra Mundial ni de aquellos estados con los que mantenía conflictos fronterizos. Si fuera así, señalaba, no podría haber ninguna alianza con Francia, debido a Alsacia-Lorena y sus intentos por hacerse con Renania, ni con Bélgica, debido a Eupen-Malmedy, ni con Gran Bretaña, debido a las colonias robadas, ni con Dinamarca, debido a Schleswig Norte, ni con Polonia, por Prusia Occidental y la Alta Silesia, ni con Checoslovaquia, debido a que tenía oprimidos a cuatro millones de alemanes, ni con Yugoslavia, porque hacía lo propio con 400.000 alemanes, ni con Italia, debido a Tirol del Sur. En otras palabras, continuaba diciendo Hitler, según la burguesía nacional, no podía haber ninguna alianza con nadie en Europa, y Alemania tenía que depender de «sus estruendosos hurras» y sus «bocazas» para recuperar su estatus y sus territorios perdidos.


Con un grado de detalle mucho mayor que en Mein Kampf, Hitler desarrolló en El segundo libro la idea de una alianza italiana. Esto tenía sentido desde el punto de vista ideológico, dadas las similitudes entre el fascismo y el nacionalsocialismo, pero el principal objetivo de la relación era geopolítico: romper el círculo de potencias enemigas que les tenía acorralados. Para dejar absolutamente claro su argumento contra los críticos nazis de dentro del partido, las partes más importantes se publicaron en un folleto separado. Hitler trató también de llegar directamente a Mussolini. Sin embargo, la esperada reunión prevista para febrero de 1928 nunca llegó a producirse. En prueba de sus buenas intenciones en esta materia, y a fin de dejar nítidamente  clara la posición oficial del partido, Hitler se reunió con Ettore Tolomei, el azote de los alemanes en Tirol del Sur, en el barrio muniqués de Nymphenburg, a finales de 1928. Al año siguiente, mantuvo por primera vez un encuentro con el confidente de Mussolini, Giuseppe Renzetti, también en Múnich. Aunque la mayoría de los miembros del partido finalmente entraron en vereda, la cuestión continuó causando serias divisiones dentro del NSDAP, y sirvió para que otros elementos de la derecha alemana contaran con un arma más para atacar a Hitler.


El foco principal de la política de alianzas de Hitler, al igual que en Mein Kampf, seguía siendo Inglaterra. Hitler rechazaba la idea de que Inglaterra nunca aceptaría la hegemonía de Alemania en el continente debido a su tradicional política de equilibrio de poderes. Creía que era posible llegar a un gran acuerdo por el que Inglaterra ostentaría su dominio absoluto en ultramar y Alemania en Europa." Pero resultó ser un fatal malentendido de los principios de la política exterior británica. Más perjudicial aún a largo plazo fue la creencia de Hitler de que la rivalidad comercial y política angloamericana acabaría desembocando en una guerra que echaría a Inglaterra en brazos de Alemania. El equilibrio mundial definitivo que él imaginaba, por tanto, consistía en un triunvirato ario, en el que un Reich rejuvenecido y el Imperio británico se enfrentarían contra la Unión norteamericana.


Recuperar la posición diplomática de Alemania, sostenía Hitler, dependía de eliminar el poder internacional de los judíos. Para él, la lucha contra la judería mundial era una lucha internacional, pero primero debía librarse internamente. A juicio de Hitler, los judíos se habían impuesto en Francia, donde el «mercado bursátil judío» gozaba de un dominio absoluto, y en Rusia. Sin embargo, en su opinión la Italia de Mussolini les había derrotado. «La lucha más amarga por la victoria de la judería», argumentaba, «actualmente está teniendo lugar en Alemania», donde el NSDAP es el único abanderado de la resistencia. Decisivamente, añadía Hitler, «el resultado de esta batalla todavía no está decantado en Gran Bretaña», donde «la vieja tradición británica todavía se resistía a la invasión judía». «Los instintos del reino anglosajón todavía son tan fuertes y vigorosos», pro seguía Hitler, «que no se puede hablar de una completa victoria de la judería». Si los judíos al final ganaban, pensaba, Inglaterra estaría perdida, «pero si ganaban los ingleses, todavía podía producirse un cambio en la política británica respecto a Alemania». Dicho de otro modo, la cuestión de si Inglaterra se convertiría o no en aliada del Reich alemán no se decidiría tanto en función de lo que hiciera la diplomacia alemana, sino de la supuesta batalla interna que el Reino Unido mantenía contra la judería.


Hitler se había puesto a sí mismo una inmensa tarea, y no estaba seguro de poder salir victorioso. Sin embargo, sí estaba convencido de que debía intentarlo, aun si las posibilidades de éxito eran escasas. «Si una decisión se nos muestra claramente necesaria», escribió Hitler, debe llevarse a cabo «de forma brutalmente implacable y con todos los medios a nuestro alcance», incluso «si el resultado final fuera en sí insatisfactorio o requiriera mejora», o si la probabilidad de éxito fuera baja y no pasara de «un pequeño porcentaje». Comparaba la situación de Alemania con la de un paciente que estuviera muriendo de cáncer. ¿Tenía sentido postergar la operación solo porque la probabilidad de éxito fuera muy escasa o no fuera posible una recuperación total? Lo peor de todo, continuaba diciendo Hitler, sería que el cirujano llevara a cabo la operación necesaria sin comprometerse de lleno. Por analogía, razonaba Hitler, Alemania necesitaba una «cirugía política» que la rescatara de «una horda de codiciosos enemigos tanto en el interior como en el exterior». «La continuación de esta situación es nuestra muerte», seguía diciendo, por lo que «cualquier oportunidad» de escapar de ella debía «aprovecharse». «Lo que falta en cuanto a probabilidad de éxito», concluía Hitler, «debe compensarse con fuerza en la ejecución». Esta insistencia en la necesidad de asumir riesgos, de intentar al menos lo imposible, fue un tema sobre el que Hitler volvería a insistir repetidamente a lo largo de los siguientes años.


Aun en el caso de que lograra un triunfo en términos globales, Hitler no esperaba aplastar a Angloamérica ni que Alemania alcanzara una hegemonía mundial. Él llamaba a «una Europa de estados nacionales libres e independientes con esferas de influencia independientes y claramente delimitadas». En términos de gobernanza internacional, Hitler afirmaba que cabía imaginar «una nueva Asociación de Pueblos en el futuro lejano, formada por distintos estados de valía nacional», que pudieran «resistir la amenaza del dominio mundial por parte de la Unión americana». «Porque me da la impresión», proseguía, «de que a las naciones de hoy en día les causa menos daños la continuación del dominio mundial británico que el ascenso del dominio norteamericano». En resumen, sostenía Hitler, lo mejor que le cabía esperar a Alemania era conseguir la paridad global con Estados Unidos por medio de una confederación con estados europeos con ideas afines, especialmente con el Imperio británico.


Probablemente Hitler tuvo intención de publicar El segundo libro hasta la primavera y principios del verano de 1929. A partir de ese momento parece que aparcó el proyecto, por razones que no están claras. La explicación más probable es que la visión desalentadora que se daba en el libro de la calidad racial del pueblo alemán, expresada mucho más radicalmente que en Mein Kampf, corría el riesgo de alejar a un núcleo de electores nacionalistas y, de hecho, a la población en general. Este sentimiento, que continuó conformando su pensamiento y que guiaría sus políticas tras tomar el poder, fue en ese momento guardado a buen recaudo en un cajón del escritorio de Hitler. Solo volvería a ver la luz, privadamente, durante el enfrentamiento definitivo con Estados Unidos.


En su lugar, a partir de ese momento, Hitler trató de restar importancia a las fisuras raciales internas de la sociedad no judía e incluso ensalzar su supuesta calidad racial. En flagrante contradicción con los sentimientos reiteradamente manifestados en la década de 1920, escribió que «nuestro gobierno a veces trata de convencer a nuestro pueblo de que no somos un pueblo igual, por ejemplo, al de Norteamérica y Gran Bretaña», e «inculcar un sentimiento de pertenencia a una segunda clase». «Y, sin embargo», seguía diciendo, «nosotros sabemos que no es así», y se preguntaba dónde había otro pueblo que «uno por uno, hombre a hombre, fuera más enérgico o tan capaz como el pueblo alemán». Por una parte, esto no eran más que cantos de sirena para mantener altos los ánimos de una población abatida por las penalidades económicas de ese momento y las derrotas militares pasadas. Por otra, la retórica de Hitler también iba dirigida a poner parches en las grietas entre las diversas tribus alemanas, de diferencias y distinto valor racial, por utilizar sus palabras, cuyas él era dolorosamente consciente.


Fuente, "Hitler, Solo el mundo bastaba", Brendan Simms.



2 comentarios:

  1. No sabia nada de que Hitler hubiera escribido un segundo libro y que el mein Kampf tuviera una secuela, esa fuente de información seria como encontrar un tesoro para entender el pensamiento del Führer Lo que dice Brendan Simms en su libro de que Hitler amaba a los ingleses y al imperio britanico es algo que deja claro en el mein kampf en varias ocasiones Admiraba a los ingleses como europeos que habían conseguido dominar casi todo el mundo y alcanzar limites de desarrollo nunca vistos hasta entonces.

    Mein kampf Volumen 2 CAPÍTULO CATORCE - Orientación política hacia el este


    "Era ya de suyo grave, que la política aliancista del Reich en la época de la anteguerra, hubiese acabado -debido a la falta de un propósito propio de acción ofensiva- por constituir una "sociedad defensiva" con Estados veteranos ha tiempo relegados por la historia mundial. Tanto la alianza con Austria, como la pactada con Turquía, tenían muy poco de satisfactorio. Mientras las más grandes potencias militares e industriales del orbe se asociaban en torno a un plan activo de agresión, nosotros nos empeñábamos en reunir unos cuantos Estados viejos y ya impotentes, para tratar de afrontar con aquellas ruinas, la acción de la coalición mundial. Alemania pagó muy caro el error de su política exterior; sin embargo, esta experiencia no parece haber sido lo suficientemente amarga para prevenir que nuestros eternos ilusionistas caigan en el error de siempre. Ya se trate de una liga de pueblos oprimidos, de una sociedad de naciones o de cualquiera otra nueva quimérica intervención, siempre se hallarán a pesar de todo, miles de espíritus crédulos.
    Conservo fresco el recuerdo de las expectativas pueriles y no menos incomprensibles que surgieron, bruscamente en los círculos nacionalracistas allá por los años 1920-1921; decíase que Inglaterra hallábase en la India al borde de la catástrofe. Unos cuantos titiriteros asiáticos o, si se quiere, también, verdaderos "campeones de la libertad" hindú, que por entonces pululaban en Europa, habían logrado convencer incluso a gente sensata de la absurda idea de que el imperio británico estaba efectivamente frente a la ruina inminente en la India, que es el gozne -por decirlo así- de su poderío colonial.
    Es realmente infantil suponer que en Inglaterra no se hubiese sabido apreciar en su justo valor la significación que tiene la India para la unión británica mundial. Y sólo demuestra no haber aprendido nada de las enseñanzas de la guerra, ni menos llegado a comprender y reconocer la entereza anglosajona, el imaginar que Inglaterra pudiese resignarse a perder la India sin antes arriesgarlo todo. Por otra parte, constituye una prueba de la completa ignorancia que manifiesta el alemán respecto a la manera cómo el inglés sabe penetrar y administrar ese enorme dominio. Inglaterra perdería la India, sólo cuando en su mecanismo administrativo resultase ella misma víctima de un proceso de descomposición racial (eventualidad que para la India queda por el momento fuera de toda discusión) o bien si fuese vencida por un enemigo poderoso. Pero los agitadores hindúes no lo conseguirán jamás. ¡Por propia experiencia sabemos nosotros hasta la saciedad, cuán difícil es llegar a reducir a Inglaterra! Aun prescindiendo de esto, yo como germano preferiré siempre, a pesar de todo, ver la India bajo la dominación inglesa que bajo otra cualquiera."

    Un saludo tocayo!!

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    1. Hola. Sí, Hitler al final no se decidió a publicarlo. Yo no lo he visto publicado en español, excepto una editorial argentina creo. En inglés es fácil encontrarlo.

      Efectivamente, la política exterior de Hitler estaba clara: alianza con Gran Bretaña y que le dejaran las manos libres en el Este. Claro que, una cosa es la teoría y otra muy diferente gobernar. Al final Hitler tuvo que practicar una política exterior muy diferente. También es cierto que en Gran Bretaña había mucho recelo, sobre todo de parte de Churchill. Bueno, ya sabemos lo que ocurrió con el rey Eduardo VII.

      La biografía de Simms aborda asuntos que otros historiadores han pasado por alto.

      Saludos!

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