Además de las sinfonías de los maestros clásicos, Adolf disfrutaba mucho escuchando las obras de los compositores románticos. Carl Maria von Weber, Schubert, Mendelssohn y Schumann. Le gustaba Grieg, cuyo concierto para piano en la menor le resultaba encantador. Lamentaba mucho que Wagner sólo hubiera trabajado para el escenario operístico de modo que en las salas de conciertos sólo se podían escuchar las oberturas de sus óperas. En general, a Adolf no le entusiasmaban demasiado los virtuosos instrumentales, aunque nunca se perdía interpretaciones de solistas como los conciertos para piano y violín de Mozart y Beethoven, el concierto para violín en la menor de Mendelssohn, y, por encima de todo, el concierto para piano en la menor de Schumann.
Estas asistencias frecuentes a conciertos empezaron a inquietar a Adolf, pero durante un tiempo no entendí cuál era el motivo. Cualquier otra persona se habría quedado satisfecha escuchando la actuación. Pero Adolf no. Se sentaba en su asiento gratis en el auditorio y se dejaba llevar por el glorioso concierto para violín en re menor de Beethoven y estaba feliz y satisfecho, pero aun así -cuando contaba a los asistentes, puede que unas 500 personas- no podía evitar preguntarse:
- ¿Qué sucede con los muchos miles de personas que no han podido escuchar este concierto?
Sabía por sus experiencias en Linz que contaba con muy pocas instituciones culturales. Eso tendría que cambiar: la asistencia a conciertos debía dejar de ser exclusiva de unos pocos privilegiados.
Estos pensamientos eran típicos en Adolfo. No podía suceder nada a su alrededor que no fuera elevado por él a la categoría de generalidad. Incluso las experiencias puramente artísticas, que, como los asistentes a los conciertos, no incitaban a las demás personas más que a una percepción pasiva, despertaban en él una activa participación, y se convertían en un problema que incumbía a todos, pues en el «Estado ideal», tal como él lo soñaba en aquel entonces, nada podía ni debía ser a nadie indiferente. El «embate de la revolución» debía abrir ampliamente las puertas del arte, que basta entonces habían permanecido cerradas para tantos. “¡Reforma social” también en el campo del goce artístico!
En aquellos años es seguro que muchos jóvenes pensaban como él. La protesta contra los privilegios de ciertas clases sociales en la esfera del arte, no se dejaba oír sólo aisladamente, por el contrario. En aquel entonces no sólo existían fanáticos combatientes que aspiraban a llevar el arte al pueblo, sino también asociaciones, organizaciones e instituciones que tendían al mismo fin y con evidentes éxitos. Única en su género era, no obstante, la forma en que mi amigo quería superar esta falsa situación. En tanto que otros se contentaban con medios más modestos y se daban por satisfechos si podían acercarse paso a paso a la meta, Adolfo saltaba por encima del presente, con sus bien intencionados, pero insuficientes recursos, y aspiraba a una solución total, no importa cuándo y dónde podía ésta ser realizada. Para él se había convertido en realidad en el mismo instante en que la idea dominante había sido expresada por primera vez.
Otro rasgo típico en él: no se limitaba a presentar simplemente esta idea, sino que inmediatamente empezaba a estudiarla en todos sus detalles, de la misma manera como si hubiera sido encargado de ello por un “mando superior”. Este proyecto, elaborado hasta en sus menores detalles, substituía en él, en cierto modo, la realización práctica. Una vez la idea había sido meditada de manera consecuente hasta el final, organizada por él hasta en sus mínimos detalles, no se requería ya más que una orden para convertirla en realidad. Naturalmente, esta orden no fue jamás expresada durante nuestra amistad, razón por la cual, en lo más íntimo de mi ser, tenía yo a Adolfo por un iluso, aun cuando me había convencido plenamente de la “razón” de sus reflexiones. No obstante, ya entonces creía él firmemente que algún día podría dar por sí mismo esta orden, por la que los cientos y miles de diversos planes y proyectos, que para él estaban ya, por así decirlo, al alcance de la mano, podrían ser finalmente realizados. De todas formas, él hablaba sólo raras veces de ello, y solamente a mí, porque sabía que yo creía en él. Muy a menudo tuve ocasión de comprobar cómo, en tales instantes, cuando una idea determinada había hecho presa en él y con su concienzudo y objetivo trabajo llegaba a un punto, en el que quien le escuchaba debía preguntar: «Todo está muy bien y es muy bonito, pero ¿quién podrá pagar todo esto?»
La primera señal de aviso de que tenía una nuevo plan en perspectiva era una palabra clave surgida durante un monólogo o debate, un término especial que nunca hubiera utilizado previamente. Durante el periodo en el que aún no tenía claro dónde le conducía, el término podía modificarse. Esto mismo sucedió en las semanas en las que asistió frecuentemente a los conciertos, cuando empezó a hablar de “esta orquesta que boa de gira por las provincias”. Pensé que realmente existía una orquesta semejante en Viena, ya que hablaba de ella como si existiera de veras. Luego descubrí que la “orquesta móvil”, como se había acostumbrado a llamarla (la expresión “va de gira” tenía connotaciones negativas) no era más que una fantasía, y poco después, como nunca hacía las cosas a medias, proyectamos la “Orquesta Móvil del Reich”.
Recuerdo este plan en particular con mucha claridad porque involucraba mi especialidad y yo estaba mucho más capacitado para disc unir el tema de lo que había estado cuando había intentado añadir Wieland el herrero, al repertorio de Wagner. La meticulosidad con la abordábamos nuestra tarea resulta visible en un altercado que se produjo la noche siguiente por la Pedalharfe (arpa cromática), el arpa estilo Luis XVI. Adolf quería tener tres de estos instrumentos muy costosos y extraordinariamente pesados.
- ¿Para qué? -le pregunté-. Un director experimentado podría arreglárselas solamente con una.
- Eso es ridículo -fue su respuesta furiosa-. ¿Cómo vas a tocar El fuego mágico (de la Valquiria) con sólo una Pedalharfe?
- No la incluiría en el programa.
- ¿Y si tuvieras que incluirla en el programa?
Hice un esfuerzo final por resolver el asunto de una manera razonable.
- Mira, una Pedalharge cuesta 18.000 guilders (florines)
Pensé que aquello le haría caerse del burro desde el que defendía su idea con tanta tozudez, pero me equivocaba.
- ¡Y qué, es solo dinero!- gritó, y así quedó la cosa: la Orquesta Móvil del Reich estría equipada con tres Pedalharfen.
Sonrío al recordar la pasión con la que discutíamos sobre cosas que sólo existían en su imaginación. Fue una época maravillosa en la que nos excitábamos más jugando a extraños juegos psicológicos que con la realidad cotidiana. Dejábamos de ser pobres y hambrientos estudiantes y nos convertíamos en grandes hombres de peso durante un rato. Aunque me sorprendía la fuerza de su imaginación para crear un mundo de fantasía, una energía de la que carecía en relación al mundo real que lo rodeaba, naturalmente yo no sospechaba que aquellas fantasías significaran para él mucho más que una manera romántica de pasar el rato.
Yo mismo había reflexionado a menudo sobre el hecho de que las grandes orquestas sólo se podían ver en las ciudades más grandes: Viena, Berlín, Múnich, Amsterdam, Milán o Nueva York, ya que solamente allí podían recurrir a la reserva de talento nuevo que les permitiera seleccionar los instrumentistas de primera que necesitaban. En consecuencia, sólo las poblaciones de estas grandes ciudades podían escuchar las interpretaciones de las orquestas mientras que los que vivían lejos, en pueblos y pequeñas ciudades de provincias, no podían. La orquesta del Reich de Adolf eran tan brillante como sencilla. Dirigida por un director de talento, tendría el tamaño adecuado para interpretar todas las sinfonías y viajar por todo el país. Cuando Adolf me preguntó cuan grande debía ser, me enorgullecí de que me hubiera consultado a mí en vez de a sus libros; me pareció que me tenía en cuenta para ser el futuro director de orquesta. Así que estaba en mi elemento. Recuerdo cómo extendimos todos los planos y papeles encima del piano de cola -la mesa era demasiado pequeña-, ya que Adolf deseaba que le informara sobre todo, hasta el detalle más insignificante. Este era el rasgo desconcertante y notable que había en él, el contraste inexplicable: creaba una fantasía en el aire pero aun así la ligaba hasta el último detalle.
La orquesta tenía cien miembros, por lo que era un colectivo respetable capaz de competir en términos de igualdad con otras orquestas grandes. A Adolf le desconcertaban bastante los problemas logísticos. Le expliqué que no solo necesitaba instrumentos de primera, sino que la cuestión del transporte era muy importante: el cuidado en el transporte, el seguro completo, los archivos del repertorio para un centenar de intérpretes, los atriles, las sillas… Una silla vieja sencillamente no bastaría para un violoncelista de primera. En este sentido me ordenó que obtuviera del secretario de la sociedad orquestal información más detallada relativa a las gestiones generales, el procedimiento para contratar músicos del Sindicato de Músicos, y encima, sobre cómo calcular el coste del proyecto (Nota: en la traducción de 1955 no dice “me ordenó” sino “me encargó). Hice lo que me ordenó, y Adolf quedó satisfecho con lo que le expliqué. El coste total era astronómico, pero con un gesto de la mano demostró lo poco que le importaba. Estábamos algo nerviosos por el uniforme que llevaríamos. Yo queria algo con un poco de color, pero Adolf se mostró tajante: tenía que ser negro y elegante, no llamativo. (Nota, difiere con la traducción de 1955, que dice: “Después me encargó que me informara más detalladamente de este particular en la secretaría de la asociación de la orquesta, así mismo en el sindicato de músicos, acerca del contrato de los mismos y le preparara luego un presupuesto. Esto me pareció un encargo ciertamente cómico. ¡Mi amigo que en realidad quería ser arquitecto, me manda a mí, que quiero ser director de orquesta, a la asociación de orquestas, para buscar allí una información para él! La suma fijada en el presupuesto la pasó por alto con un gesto despreciativo de la mano. Recuerdo, todavía, cuánto nos apasionó el problema de un traje de uniforme de los componentes de la orquesta. Naturalmente, la orquesta debía ofrecer una vista agradable. Yo le propuse una decente uniformidad. Adolf estaba en contra. Nos decidimos por unos trajes oscuros y elegantes, pero en modo alguno llamativos”).
-Deberíamos tocar al aire libre -decidió Adolf.
- Hay iglesias por todas partes. ¿Por qué no tocamos en las iglesias?
Me quedé muy sorprendido al encontrármelos al día siguiente enfrascado en un grueso volumen con un título parecido a El desarrollo de la música a lo largo de las épocas, que al menos lo mantuvo callado durante largo tiempo (“durante unos días no pude siquiera hablarle”, traducción de 1955).
- Los chinos compusieron buena música hace 2.000 años -declaró-. ¿Por qué debería ser distinto para nosotros? Entonces ya contaban con un instrumento definitivo… la voz humana. Sólo porque estos hombres cultos se dediquen a dar palos de ciego buscando los orígenes de la música, o, mejor dicho, no sepan nada sobre ella, no significa que no existiera, ni por asomo.
Finalmente decidió abrir el programa de la orquesta del Reich con Bach, y seguir con Gluck y Händel hasta Haydn, Mozart y Beethoven, tras los cuales irían los compositores románticos. Todo quedaría rematado por Bruckner, cuyas sinfonías se incluían en el repertorio. En lo que respecta a los compositores modernos y en general desconocidos, quería elegirlos por su cuenta. En cualquier caso, rechazaba de plano las líneas establecidas por los críticos musicales de Viena, a los que atacaba en cuanto tenía la más mínima oportunidad.
Desde los inicios del proyecto de la Orquesta del Reich, Adolf llevaba encima una libretista en la que, tras cada concierto al que asistía, apuntaba todos los detalles sobre la obra, el compositor, el director y demás, y los acompañaba de su propia opinión. La mayor alabanza que podía recibir cualquier concierto era su aprobador “se incluirá en el repertorio de nuestra orquesta”.
Tardé mucho tiempo en desvincularme de la Orquesta Móvil del Reich. Había aparecido el gramófono, y, aunque fuera monstruoso e hiciera que los discos se rayaran, abrió las puertas de la música “mecánica”. La radio aún estaba en pañales, pero ya quedaba claro que los discos del gramófono y la radio garantizaban que la música “interpretada” acabaría sirviendo a los intereses de la industria musical “mecánica”. Se trataba de la principal preocupación de todas las personas que amaban realmente el arte, y era lo que mi amigo intentaba resolver con la Orquesta Móvil del Reich: llevar la música sinfónica de gran nivel directamente a las personas, dondequiera que vivieran, no grabada en máquinas.
Traducción de 1955 del último párrafo:
La telegrafía sin hilos estaba en aquel entonces todavía en su primera infancia. Tau sólo en los años que siguieron recibió el italiano Marconi el premio Nobel, que dio a conocer su invento en todo el mundo. A pesar de que ente tanto el disco de gramófono y la radio habían iniciado un camino de triunfos sin igual, hasta el punto de parecer que la música ”ejecutada” no sería precisa ya más que para la obtención de la música “mecánica”, para todas las personas previsoras y verdaderamente amantes del arte es válido, aun hoy día, el problema estudiado tan meticulosamente por mi amigo y que quería resolver con ayuda de la “Orquesta movil del Reich”: llevar la música en su más perfecta ejecución, de manera directa, es decir, no mecánica, a las gentes sensibles para ella, dondequiera que se encuentren estas personas.
Espectacular trabajo el que estás haciendo. Solo con cosas así podrá conocerse la Historia auténtica en el futuro. Espero que puedas seguir ampliándolo durante mucho tiempo.
ResponderEliminarGracias . Se trata de mostrar aspectos desconocidos de Hitler sin caer en la polémica y de forma sosegada . Saludos
Eliminar