Decía que lo que importaba no era la sabiduría del profesor, sino la genialidad del alumno (“la idea genial” en traducción de 1955)
Esta ambición le llevó a intentar un experimento extraordinario y aun no sabría decir si aquel experimento sirvió o no de algo. Adolf se remontó a las posibilidades elementales de la expresión musical. Las palabras le parecían demasiado complicadas para tal propósito, e intentó descubrir cómo podrían vincularse sonidos aislados a notas musicales, y con este lenguaje musical combinaba colores. El sonido y el color iban a fundirse en uno solo y conformar los fundamentos de lo que acabaría apareciendo en el escenario en formato de ópera. Yo mismo, convencido de que lo había aprendido en el Conservatorio era verdad, rechazaba un tanto desdeñoso tales experimentos, lo cual le molestaba mucho. Se entretuvo durante un tiempo con estos experimentos abstractos, puede que porque esperara asestar un golpe a las raíces de mi conocimiento académico superior.
Durante aquellas semanas Adolf escribió mucho, sobre todo obras de teatro, pero también algunos relatos. Se sentaba a la mesa y trabajaba hasta el amanecer, sin contarme gran cosa de lo que estaba haciendo.
Escribía sin cesar y yo trabajaba en la música. Cuando me dormía, abrumado por la fatiga, Adolf me despertaba bruscamente. Apenas había abierto los ojos cuando me lo encontraba ante mí, leyendo su manuscrito, y sus palabras se atropellaban debido a la excitación. Había pasado la medianoche y tenía que hablar en voz baja, lo que contrastaba con las escenas de violencia explosiva descrita en sus versos, por lo que su voz apasionada sonaba extrañamente irreal. Hacía tiempo que conocía este rasgo de su comportamiento cuando una tarea que él mismo se había impuesto lo absorbía completamente y lo obligaba a entregarse a una actividad incesante; era como si un diablo se hubiera apoderado de él. Obviaba su entorno, nunca se cansaba, y nunca dormía. No comía, y apenas bebía. Como mucho, a veces agarraba una botella de leche y daba un sorbo apresurado, desde luego sin ser consciente de ello, ya que estaba demasiado sumergido en su trabajo. Nunca antes me había impresionado tan directamente su creatividad. ¿Adónde le estaba conduciendo? Malgastaba su fuerza y sus habilidades en algo que no tenía valor práctico. ¿Cuánto tiempo soportaría su cuerpo debilitado y delicado aquel esfuerzo excesivo?
Me obligaba a mantenerme despierto y a escuchar, (“Yo me forzaba a mí mismo a mantenerme despierto y escucharle”, en traducción de 1955) y no le hacía ninguna de las preguntas que me inquietaban. Me habría resultado fácil poner una de nuestras frecuentes peleas como excusa para marcharme de la habitación. La gente del Conservatorio se habría mostrado más que dispuesta a ayudarme a encontrar otra habitación. ¿Por qué no lo hacía? A fin de cuentas, más de una vez había reconocido en mis pensamientos que aquella extraña amistad no era buena para mis estudios .
¿Cuánto tiempo y energía perdía en aquellas actividades nocturnas con mi amigo? ¿Entonces por qué no marcharme? Porque echaba de menos mi casa, desde luego, y porque Adolf representaba una parte de mi hogar. Pero, a fin de cuentas, la añoranza es algo que un joven veinteañero puede superar. ¿Entonces qué era? ¿Qué me retenía?
Sinceramente, eran las horas como las que estaba viviendo entonces las que me vinculaban aún más estrechamente a mi amigo. Yo conocía los intereses normales de los jóvenes de mi edad: flirteos, placeres frívolos, ociosidad y un montón de pensamientos sin valor ni importancia. Adolf era justo lo opuesto. Había una seriedad increíble en él, una meticulosidad, un interés apasionado y auténtico por todo lo que sucedía y, lo que es más importante, una devoción inquebrantable por la belleza, la majestuosidad y la grandeza del arte. Era todo aquello lo que me atraía especialmente de él y lo que me hacía recuperar el equilibrio tras horas de agotamiento. Por todo aquello, bien valían la pena unas cuantas noches en vela y aquellas discusiones más o menos acaloradas a las que, a mi manera tranquila y sensata, me había acostumbrado.
Recuerdo que algunas de las escenas más dramáticas de la ópera me persiguieron durante semanas en sueños. Tan solo algunas de las imágenes que Adolf diseñó siguen presentes en mi memoria. La pluma y el lápiz eran demasiado lentos para él y solo dibujaba al carbón. Hacía a grandes rasgos el decorado con unos cuantos trazos enérgicos y rápidos. Luego comentábamos la acción: primero Wieland entra por la derecha, luego su hermano Egil por la izquierda y luego, desde atrás, el segundo hermano Slaghid
Aun puedo ver el lago Wolf, donde se situaba la primera escena de la ópera. Del Edda, un libro que era sagrado para él, conocía la existencia de Islandia, la isla escarpada del norte, donde los elementos a partir de los cuales se creó el mundo se encuentran en el presente, como en los días de la creación: la tormenta violenta, la roca oscura y pelada, el hielo pálido de los glaciares, el fuego llameante de los volcanes. Allí se situaba su ópera, ya que allí la propia naturaleza aún sufría las convulsiones apasionadas que inspiraron las acciones de dioses y seres humanos.
No sé qué fue de nuestra ópera. Un día, mi amigo tuvo que hacer frente a nuevos y acuciantes problemas que exigían una solución inmediata. Ya que incluso Adolf, a pesar de su inmensa capacidad de trabajo, sólo tenía un par de manos, tuvo que abandonar su ópera a medio terminar. Cada vez hablaba menos de ella, y al final dejó de mencionarla. Puede que mientras tanto se hubiera percatado de que por muchos esfuerzos que hiciera, éstos no bastaban. Para mí desde el principio había resultado evidente que nunca lograríamos escribir una ópera, y me cuidé bien de no volver a plantear el tema. Wieland el herrero, la ópera de Adolf, quedó sólo en un fragmento.
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