Kubizek: Adolf se marcha a Viena

       


    Adolf conocía Viena de una visita que había hecho el año anterior. En mayo y junio de 1906  permaneció allí el tiempo suficiente para entusiasmarse por todo lo que lo había atraído especialmente: el Museo Hof, la Ópera Hof, el Teatro Burg y los magníficos edificios del Ring,("El Museo Imperial, La Ópera del Estado, el Teatro Municipal, las maravillosas construcciones junto al Ring", en traducción de 1955) pero no para observar la angustia y la miseria oculta tras la magnífica fachada de la ciudad. Esta imagen engañosa, producida en gran medida por su imaginación artística, lo atraía enormemente. En su pensamiento ya no estaba en Linz, sino que ya nos había trasladado a Viena, y su increíble capacidad para ignorar la realidad que tenía delante, y para aceptar como real lo que solamente existía en su imaginación, paso a cobrar vida plena. 


Tengo que corregir aquí un pequeño error que Adolf Hitler cometió en ‘Mi Lucha’ en relación a su primera estancia en Viena. Se equivoca cuando dice que aún no tenía dieciséis años, pues en realidad acababa de cumplir los diecisiete. Por lo que respecta a los demás, su relato se corresponde por entero con mis propios recuerdos.


(Texto de ‘Mi Lucha’ omitido en Tempus):


Sólo me afligía una cosa: mi talento para la pintura parecía superado por mi afición al dibujo, sobre todo en el campo de la Arquitectura. Al mismo tiempo, crecía mi interés cada vez más por el arte de las construcciones. Más intenso se volvió ese interés cuando, a los dieciséis años aún no cumplidos, efectué mi primera visita a Viena, estancia que se prolongó durante dos semanas. Fui a la capital a estudiar la galería de pintura del Hofmuseum, pero prácticamente sólo me interesaba el propio edificio que albergaba el museo. Transcurría la jornada entera, desde la mañana hasta la noche, recorriendo con la mirada todas las bellezas contenidas en él, aunque en realidad fueron los edificios los que más poderosamente llamaron mi atención. Pasaba largas horas parado ante la ópera, o delante del edificio del Parlamento. La calle Ring (Ringstrasse) era como un cuento de las mil y una noches.” (Mi Lucha, edición electrónica)


Tarjeta mandada por Adolf Hitler a su amigo desde Viena en ocasión de su primera estancia, todavía provisional, en la ciudad imperial. 


Recuerdo bien el entusiasmo con el que mi amigo habló de sus impresiones de Viena. No obstante, algunos detalles de su relato escapan a mi memoria. Por fortuna, las postales que me escribió en su primera visita aun se conservan. Hay cuatro postales en total que, aparte de su interés biográfico, constituyen importantes documentos grafológicos, ya que son los ejemplos sustanciales más antiguos que aun existen de la escritura de Adolf Hitler. El trazo es extrañamente maduro, bastante fluido, por lo que cuesta relacionarlo con un joven de apenas dieciocho años, mientras que la ortografía incorrecta no solo demuestra que no completó sus estudios, sino también una cierta indiferencia ante tales asuntos. Todas las postales que me mandó eran edificios, lo cual resulta bastante significativo. Otro joven de su edad seguro que habría elegido un tipo de postal diferente para su amigo. 


Postal del 18 de febrero de 1908, una vez Hitler instalado ya definitivamente en Viena, y en la que ruega a su amigo no tarde en seguirle. 


La primera de estas postales, del 7 de mayo de 1906, es una obra maestra de la producción de postales de la época y le debió de costar bastante: se abre en una especia de tríptico, y ofrece una vista completa de la Kalsplatz, con la Karlskirche en el centro. El texto dice:


Al enviarte esta postal tengo que pedirte disculpas por no haberte escrito antes. Bueno, he llegado bien y voy a todas partes. Mañana voy a la ópera ‘Tristán’ y al día siguiente ‘El holandés errante, etc. Aunque todo me parece muy bonito, echo de menos Linz. Esta noche Stadt Theatre.


Saludos de tu amigo. Adolf Hitler.”


En el lado de la imagen de la postal, el Conservatorio está señalado a propósito, y probablemente fue el motivo por el que eligió esta visita en particular, dado que ya se planteaba que un día estudiaríamos juntos en Viena, y nunca perdía la oportunidad de recordarme esta posibilidad de la forma más atractiva. En el margen inferior de la imagen añadió: “Saludos a tus queridos padres”. 


Me gustaría comentar que las palabras “Aunque todo me parece muy bonito, echo de menos Linz” no se refieren a Linz sino a Stefanie, por quien su amor era aún mayor cuánto más lejos estaba de ella. Un extraño solitario como él en aquella metrópolis implacable veía satisfecho su deseo impetuoso por ella al poder escribir aquellas palabras, que solo entendería un amigo con quien compartiera sus secretos. 


El mismo día, Adolf me envió una segunda postal, que representaba el escenario de la Ópera Hof. Supongo que aquella fotografía especialmente acertada, que muestra una parte del decorado, le había gustado. En ella escribió:


El interior del edificio no es muy interesante. Si el exterior posee una imponente majestuosidad, que otorga al edificio la seriedad de un monumento artístico, el interior, aunque infunde admiración, no impresiona con su dignidad. Sólo cuando las potentes ondas sonoras fluyen a través de la sala y cuando el susurro del viejo da paso al terrible rugido de las ondas se siente la grandeza y se olvida el oro y terciopelo con los que se ha recargado el interior.

Adolf H.”


Volvió a escribir al día siguiente mismo, el 8 de mayo de 1906; sorprende bastante que escribiera tres veces en dos días. Su motivación queda clara en los contenidos de la postal, que muestra el exterior de la Ópera de Viena. Escribe:


“Añoro mucho a mis queridos Linz y Urfar. Quiero o debo ver otra vez a Benkieser. Qué debe de estar haciendo, así que llego a Linz el jueves a las 3.55. Si tienes tiempo y permiso, ven a buscarme. ¡Saludos a tus queridos padres!

Tu amigo,

Adolf Hitler


La palabra “Urfar”, mal escrita por las prisas, está subrayada, aunque la madre de Adolf aun vivía en la Humboldstrasse, y no en Urfahr, y por supuesto aquel comentario se refería a Stefanie, al igual que la palabra clave que habíamos pactado, Benkieser. 


Por desgracia, no puedo comprobar si Adolf volvió relamen a Linz el jueves siguiente, o si su indicación estaba pensada solamente para satisfacer su deseo incesante por Stefanie. No obstante, el comentario que hace en ‘Mi Lucha’ de que su primera estancia en Viena duró solo quince días es incorrecto. En realidad permaneció allí unas cuatro semanas, como demuestra la postal del 6 de junio de 1906. Esta postal, que muestra el Franzensring y el edificio del parlamento, está escrita en un tono convencional: “Para tus queridos padres y para ti, adjunto los mejores deseos para las vacaciones y saludos. Respetuosamente, Adolf Hitler”. 


Con el recuerdo de sus primeros días en Viena afectado por su añoranza por Stefanie, Adolf empezó el crítico verano de 1907. Lo que sufrió durante aquellas semanas fue en muchos sentidos similar a la grave crisis de dos años agras, cuando, tras mucho reflexionar, finalmente saldó sus cuentas con la escuela y le puso fin. Exteriormente, su búsqueda de un nuevo camino se mostró en peligrosos ataques depresivos. Yo conocía bien aquellos estados de ánimo, que contrastaban mucho con su dedicación y actividad extática, y comprendí que no podía ayudarle. En tales ocasiones era inaccesible, reservado y distante. Podría suceder que no nos viéramos en absoluto durante uno o dos días. Si intentaba visitarlo en su casa, su madre me recibía muy sorprendida:


- “Adolf ha salido - solía decir. Debe de estar buscándote”. 


En realidad Adolf deambulaba por ahí solo y sin rumbo fijo durante días y noches, en los campos y bosques que rodeaban la ciudad. Cuando por fin lo encontraba, obviamente se alegraba de que estuviera con él, pero cuando le preguntaba qué sucedía, su única respuesta solía ser: “Déjame en paz”, o un brusco “Ni yo mismo me conozco”. Y, si insistía, comprendía mi preocupación, y luego añadía en un tono más leve: “No te preocupes, Gustl, porque ni siquiera tú puedes ayudarme”. 


Me explicó con palabras muy elocuentes su estado de ánimo: la visión de la persona amada lo perseguía día y noche, no lograba trabajar o ni siquiera pensar con claridad y temía que enloquecería si las cosas continuaban así durante mucho tiempo más, aunque no veía el modo de alterar la situación, de la que tampoco se debía culpar a Stefanie. 


- “Sólo se puede hacer una cosa -se lamentó-. Debo marcharme… lejos de Stefanie”. 


Pero el problema no resuelto -y para una persona como mi amigo, insoluble -de su relación con Stefanie, era sólo una de las múltiples razones que le motivaban a marcharse de Linz, aunque fue la más personal y por tanto decisiva. Otro motivo era que estaba ansioso por escapar del ambiente que se vivía en su casa. La idea de que a un joven de dieciocho años como él debía continuar manteniéndolo su madre se había vuelto insoportable. Se trataba de un dilema doloroso que, como yo mismo veía, casi lo ponía enfermo. Por un lado, amaba a su madre por encima de todo: ella era la única persona en la tierra a la que se sentía realmente unido, y ella le correspondía en cierta medida, aunque le inquietaba profundamente el carácter inusual de su hijo, pese a que en ocasiones pudiera estar muy orgullosa de él. “Es distinto de nosotros”, solía decir. 


Al escuchar aquellas discusiones domésticas, siempre me sorprendía la comprensión y paciencia con la que Adolf trataba de convencer a su madre de su vocación artística. A diferencia de los que solía hacer, nunca se ponía furioso ni violento en tales ocasiones. A menudo, Frau Klara también se desahogaba conmigo, ya que en mi también veía a un joven con talento artístico y objetivos elevados. Al comprender mejor los temas musicales que los escarceos de su hijo en el dibujo y la pintura, a menudo mis opiniones le resultaban más convincentes que las de él, y Adolf agradecía mucho mi apoyo. Pero, a ojos de Frau Klara había una diferencia importante entre Adolf y yo: yo había aprendido un oficio honrado, había terminado mi periodo de aprendizaje y aprobado el examen para ser oficial. Siempre tendría un refugio seguro en el que resguardarme, mientras Adolf se limitaba a dirigirse hacia lo desconocido. Esta idea atormentaba sin cesar a su madre. No obstante, consiguió convencerla de que era imprescindible para él ir a la Academia a estudiar pintura. Aún recuerdo claramente cuan satisfecho estaba de ello:

-“Ahora mimaré no pondrá ninguna objeción más -me dijo un día-. Estoy decidido a ir a Viena a principios de septiembre”.


Adolf también había acordado con su madre el aspecto económico del plan. Sus gastos para vivir y la matrícula de la Academia se pagarían con la pequeña herencia que le había dejado su padre y entonces administraba su tutor. Adolf esperaba que, ajustándose mucho el cinturón conseguiría arreglárselas con esa cantidad durante un año. Dijo que lo que sucediera después ya se vería. Puede que ganara algo vendiendo algunos dibujos y cuadros. 


A menudo, cuando Adolf tenía ataques depresivos y se paseaba por los bosques, yo me sentaba con su madre en su cocinita, escuchaba comprensivo sus lamentos, esforzándome por confortar a la mujer desdichada sin ser injusto con mi amigo, ayudándole al mismo tiempo en lo que pudiera. No me costaba ponerme en el lugar de Adolf. Habría resultado fácil para él, con la energía que tenía, limitarse a hacer la maleta e irse, si no hubiera sido por la consideración que sentía hacia su madre. Había llegado a odiar el mundo pequeño burgués en el que tenia que vivir. Apenas soportaba volver a aquel mundo cerrado tras las horas en solitario que pasaba al aire libre. Siempre estaba furioso y se mostraba duro e intratable. Tuve que aguantar mucho durante aquellas semanas. Pero el secreto de Stefanie que compartíamos nos unía e impedía que nos separáramos. La dulce magia que ella, la inalcanzable, irradiaba, calmaba los momentos tormentosos. Así que, como era tan fácil influir a su madre, el asunto quedó pendiente, aunque hacía tiempo que Adolf se había decidido.


Por fin llegó el gran momento. Adolf vino a verme radiante al taller, donde en aquella época estábamos muy ocupados.


- Me voy mañana -dijo lacónicamente. 


Me pidió que lo acompañara a la estación, ya que no quería que fuera su madre. Sé cuan doloroso habría resultado para Adolf despedirse de su madre delante de otras personas. Nada le disgustaba más que mostrar sus sentimientos en público. Le prometí que iría y lo ayudaría con el equipaje.


Al día siguiente tomé un rato libre y fui a la Blütengasse a recoger a mi amigo. Adolf lo había preparado todo. Cogí su maleta, que pesaba bastan te por los libros que no quería dejar y me marché a toda prisa para evitar esas presente en las despedidas. Aunque no pude evitarlas completamente. Su madre estaba llorando y la pequeña Paula, por la que Adolf nunca se había preocupado mucho, sollozaba de un modo desgarrador. Cuando Adolf me alcanzó en las escaleras y me ayudó con la maleta, vi que a él también se le habían humedecido los ojos. 


Por desgracia, nuestra correspondencia de aquel periodo se ha perdido. Solo recuerdo que durante varias semanas no recibí ninguna noticia de él. 


¡Pero qué diablos le había sucedido a Adolf? No había escrito ni una sola línea. Frau Klara me abrió la puerta y me recibió afectuosamente. Me di cuenta de que esperaba que viniera.


- ¿Has sabido algo de Adolf? - preguntó en la puerta.


Así que tampoco había escrito a su madre, y eso me puso nervioso. 


- Si hubiera estudiado en la Realschule como debía ya casi habría terminado los estudios. Pero no escuchaba a nadie -y añadió-: Es tan testarudo como su padre. ¿Por qué este alocado viaje a Viena? En vez de conservar esta pequeña herencia, la está derrochando sin más. ¿Y luego qué? No sacará nada de la pintura. Y escribir historias tampoco sirve para ganar dinero. Y yo no puedo ayudarle. Tengo que cuidar de Paula. Ya sabes lo enfermiza que es, pero de todos modos debe recibir una buena educación. Adolf no piensa en ello, se concentra en lo suyo, como si estuviera solo en el mundo. No viviré para verlo ganándose la vida por sí mismo…


Por desgracia, he olvidado lo que ocurrió durante el transcurso de las semanas siguientes. Adolf me informó brevemente de su dirección. Vivía en el sexto distrito, en el 29 de Stumpergasse, Escalera II, segundo piso, puerta nº 17, en el piso de una mujer con el curioso apellido Zakreys.


Cito por tanto su propia descripción de ‘Mi Lucha’ de su segunda estancia en Viena, que según el consenso general es completamente creíble:


(Transcribo el texto de la edición electrónica de ‘Mi Lucha’):


En sus últimos meses de sufrimiento había ido a Viena para realizar el examen de ingreso en la Academia. Cargado con un grueso bloque de dibujos, me dirigí a la capital austríaca convencido de poder aprobar el examen sin dificultad. En la Realschule era ya, sin ninguna duda, el primero de la clase en el dibujo artístico. Desde aquel tiempo hasta entonces mi aptitud se había desarrollado extraordinariamente de manera que, satisfecho de mí mismo, orgulloso y feliz, esperaba obtener el mejor resultado en la prueba a la que me iba a someter. 


Sólo me afligía una cosa: mi talento para la pintura parecía superado por mi afición al dibujo, sobre todo en el campo de la Arquitectura. Al mismo tiempo, crecía mi interés cada vez más por el arte de las construcciones. Más intenso se volvió ese interés cuando, a los dieciséis años aún no cumplidos, efectué mi primera visita a Viena, estancia que se prolongó durante dos semanas. Fui a la capital a estudiar la galería de pintura del Hofmuseum, pero prácticamente sólo me interesaba el propio edificio que albergaba el museo. Transcurría la jornada entera, desde la mañana hasta la noche, recorriendo con la mirada todas las bellezas contenidas en él, aunque en realidad fueron los edificios los que más poderosamente llamaron mi atención. Pasaba largas horas parado ante la ópera, o delante del edificio del Parlamento. La calle Ring (Ringstrasse) era como un cuento de las mil y una noches. 


Me encontraba ahora, por segunda vez, en la gran ciudad y esperaba con ardiente impaciencia, y al mismo tiempo con orgullosa confianza, el resultado de mi examen de ingreso. Estaba tan plenamente convencido del éxito de mi examen que el suspenso me hirió como un rayo que cayese del cielo. Era, sin embargo, una amarga realidad. Cuando hablé con el director para preguntarle por las causas de mi no admisión en la escuela pública de pintura, me declaró que, por los dibujos que había presentado, se evidenciaba mi ineptitud para la pintura y que mis cualidades apuntaban nítidamente hacia la Arquitectura. En mi caso, añadió, el problema no era de Academia de Pintura sino de Escuela de Arquitectura. 


Es incomprensible, en vista de aquello, que hasta hoy no haya frecuentado nunca ninguna escuela de Arquitectura, y ni siquiera haya asistido a clase alguna.


Abatido, abandoné el soberbio edificio de la Schillerplatz, sintiéndome, por primera vez en mi vida, en lucha conmigo mismo. Lo que el director me había dicho respecto a mi capacidad actuó sobre mí como un rayo deslumbrante para evidenciar una lucha interior que, desde hacía mucho tiempo, venía soportando, sin hasta entonces poder darme cuenta del porqué y del cómo. 


Me convencí de que un día llegaría a ser arquitecto. El camino era dificilísimo, pues lo que yo, por capricho, había esquivado aprender en la escuela profesional, iba a hacerme falla ahora. La asistencia a la Escuela de Arquitectura dependía de la asistencia a la escuela técnica de construcción, y el acceso a la misma exigía el examen de madurez de la escuela secundaria. Todo ello me faltaba. Dentro de las posibilidades humanas, no me era fácil esperar la realización de mis sueños de artista”.

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