La relación de Hitler con Stefanie era un aspecto de su fascinación por Wagner… Desde que era muy joven hasta su muerte, Hitler permaneció fiel al hombre de Bayreuth.
Su amor convierte a Estefanía en una creación del genial maestro, que por una feliz disposición del destino descendió a la realidad desde el mundo de ensueños de Richard Wagner. Y también las relaciones personales entre Adolf y Estefanía están por entero dentro del hechizo de su veneración por Richard Wagner. Esta influencia puede comprobarse también de manera inversa: desde el instante de su encuentro con Estefanía, su inclinación por Richard Wagner se convierte en una verdadera pasión. Es el amor a esta muchacha lo que aumenta también su sensibilidad artística hasta la total entrega. Que este amor fuera unilateral y ni siquiera correspondido en serio, y que debiera quedar, por consiguiente, incompleto, le impulsó con tanta más fuerza hacia el gran maestro para encontrar en el arte el consuelo que no podía hallar en el amor feliz-desgraciado. (Traducción de 1955)
La educación musical de Hitler era muy modesta. Aparte de su madre, el lugar de honor lo ocupaba el padre Leonhard Grüner del coro del monasterio benedictino en Lambach, que enseñó a Adolf a cantar durante dos años… Los que conocen el nivel cultural de esas antiguas instituciones austríacas entenderán que no se podía recibir una formación musical mejor que en un coro bien dirigido… la voz clara y firme del joven Hitler encandilaba a todos los que le oían cantar.
Adolf se interesaba mucho por mi propia educación musical, pero el hecho de que yo entendiera más de música que él le incomodaba… Tenía sentimientos profundos por la música, lo cual solía sorprenderme, pues no sabía nada de ella…. Le molestaba que hubiera cosas que frustraran su voluntad.
Anunció su decisión de aprender piano, convencido de que en cuestión de nada lo dominaría. Se apuntó a clases con Josef Prewratzky, y enseguida se percató que sin paciencia y aplicación no podría conseguirlo. Su experiencia con Prewrtzky fue comparable a la mía con el viejo sargento musical Kopetzky. Prewratzky no tenía tiempo para ideas intuitivas e improvisaciones geniales, e insistía en “el entrenamiento limpio de los dedos” y la disciplina estricta. A Adolf se le planteaba un dilema: era demasiado orgulloso para rendirse sin más con las esperanzas que había depositado en ese intento, pero la estupidez de “ejercitar los dedos” lo ponía furioso.
Lo que más importaba en la música era la inspiración, y no los ejercicios digitales.
Adolf reconocía mi talento musical sin la menor envidia, y disfrutaba o sufría conmigo en mis éxitos o reveses como si fueran aplicables a él mismo… Su creencia en mi virtuosismo era lo más importante para mí, fortalecía nuestra amistad… cuando iba al apartamento de Hitler, me olvidaba del taller y me veía transportado, con y a través de él, a la atmósfera pura y sublime del arte.
Abajo, en la platea abarrotada, vi a mi madre sentada al lado de Adolf, que me sonrió para animarme… En cualquier caso, los aplausos de Hitler fueron solamente para mí. Mi madre lloraba.
Adolf Hitler resultó ser un amigo fiable. Había logrado vertebral mi idea de elegir la música como profesión, y se mostró muy astuto al plantear cómo sería posible.
En todas las situaciones difíciles a las que Adolf y yo nos vimos obligados a enfrentarnos, nuestro desarrollo interior se produjo gracias a la música. Hay que recordar que en aquella época no había ni cine ni radio, y que para escuchar música había que visitar una sala de conciertos, algo que hoy en día se ha vuelto poco habitual para la mayoría de la gente. Para nosotros era el centro de nuestro mundo. Todo lo que nos motivaba e interesaba giraba en uno u otro sentido en torno a la sala de conciertos. Mientras yo fantaseaba con dirigir una gran orquesta, Adolf se entretenía diseñando teatros realmente impresionantes de proporciones imponentes.
Además, nos habíamos conocido en el auditorio de Linz, y nuestra amistad se había desarrollado a partir de ahí. La amistad que comenzó en el pequeño y modesto teatro de provincias continuaría hasta la Ópera de Viena y el Teatro Burg y culminaría finalmente en Bayreuth, donde me senté en los festivales de Wagner invitado por el canciller del Reich Adolf Hitler.
Hitler mostraba alegría y pasión natural por la sala de conciertos. Estoy convencido de que tenía que ver con sus impresiones de la primera infancia, sobre todo en Lambach. No estoy seguro de si llegó a contarme todo lo que sucedió en las actuaciones corales benedictinas, la memoria me falla en este asunto, pero creo que investigándolo a fondo se llegaría a la conclusión de que probablemente se pasaba todo el tiempo allí. Al canto en un coro podía estar en todas partes, y puede que se interesara también por otras representaciones musicales. El estupendo escenario barroco era una joya en su estilo, y me imagino que cantar en un coro en semejante entorno haría que cualquiera se entusiasmara por la música en general.
Cuando tenía doce años fue al Landestheater de Linz desde Leonding, tal y como describe en ‘Mi Lucha’:
La capital y provincial de la Alta Austria tenía en aquella época una sala de conciertos que no era mala, hablando en términos relativos. Todo se representaba allí. Cuando tenía doce años vi ‘Guillermo Tell’ por primera vez y unos pocos meses después mi primera ópera, ‘Lohengrin’. Me enganché de golpe. Mi entusiasmo juvenil por el maestro de Bayreuth no conocía límites. Una y otra vez me sentí atraído por su obra y hoy en día pienso que fui especialmente afortunado al experimentar la humildad de la producción provincial, porque supe que sólo podía mejorar.
El texto aparecido en la traducción al español de 'Mi Lucha' es el siguiente:
La capital de la Alta Austria poseía en otro tiempo un teatro que no era malo. En él se representaba casi todo. A los doce años vi por primera vez "Guillermo Tell" y, algunos meses después, "Lohengrin", la primera ópera a la que asistí en mi vida. Me sentí inmediatamente cautivado por la Música. El entusiasmo juvenil por el Maestro de Bayreuth no conocía límites. Cada vez más me sentía atraído por su obra, y considero hoy una felicidad especial que la manera modesta en la que fueron representadas las obras en la capital de provincia me hubiese dejado la posibilidad de incrementar mi entusiasmo en posteriores representaciones más perfectas.
El teatro siempre se llenaba para oír a Wagner. Solíamos hacer cola hasta dos horas esperando a que se abrieran las puertas si queríamos pelearnos por una columna en la zona de pie. Los entreactos eran interminables. Cuando, rebosantes de entusiasmo, nos moríamos por una bebida refrescante, un viejo acomodador de barba blanca nos vendía un vaso de agua, por lo que podíamos seguir ocupando el territorio que habíamos conquistado alrededor de las columnas. A menudo la representación duraba hasta medianoche. Entonces acompañaba a Adolf a casa, pero el camino hasta allí era demasiado corto para que pudiéramos deshacernos de las potentes vibraciones de la noche, así que él me acompañaba después a mi casa en la Klammstrasse. No recuerdo que Adolf se cansara jamás; la noche parecía infundirle entusiasmo y rara vez tenía gran cosa que hacer por la mañana.
Desde su infancia, a Adolf le habían fascinado los relatos de los antiguos héroes germánicos. Desde niño, nunca se cansaba de leer sobre ellos. Tenía un libro de Gustav Schwab que presentaba las sagas del principio de la historia germánica en un formato popular. Este libro era su favorito, y en Humboldstrasse ocupaba un lugar de honor en su biblioteca donde siempre lo tenía a mano. Cuando estaba enfermo en la cama, se enfrascaba fervorosamente en el misterioso mundo del mito que aquel libro había abierto para él. En nuestras habitaciones estudiantiles de Viena, recuerdo que Adolf tenía una edición especialmente buena de las Heldensagen germánicas a las que recurría frecuente y ansiosamente pese a los problemas cotidianos que lo acuciaban en aquella época.
Su familiaridad con aquellas sagas no era de ningún modo una moda pasajera como pudiera serlo para otras personas. Básicamente era lo que le cautivaba, y en sus consideraciones históricas y políticas podías estar seguro de que nunca se alejaban mucho de sus pensamientos, porque sentía que aquel era su mundo. No podía imaginar para sí mismo una existencia mejor que la que vivieron aquellos héroes radiantes de principios de la historia alemana. Se identificaba con los grandes hombres de aquella época desaparecida. No parecía haber nada por lo que valiera más la pena luchar que por una vida como la de ellos, llena de acciones valientes de gran repercusión, la vida más heroica posible, y a partir de ahí acceder al Valhalla y convertirse así en una figura mítica inmortal, sumándose a los que ya se encontraban allí y a quienes tanto veneraba. No hay que pasar por alto esta extraña perspectiva romántica del pensamiento de Hitler. En un mundo de dura realidad política, la tendencia general sería rechazar estas cavilaciones juveniles tachándolas de fantasías, pero el hecho es que, pese a todo lo que sucedía en aquella época de su vida, la personalidad de Adolf Hitler vivía solamente de las creencias totalmente devotas a las que le habían introducido las sagas heroicas germánicas.
(La traducción de 1955 es ligeramente diferente):
“Ya desde su temprana juventud se había sentido atraído Adolf por las narraciones de las viejas leyendas alemanas. De muchacho no se cansaba nunca de escucharlas. Una y otra vez tomaba en sus manos la conocida obra de Gustav Schwab, que representa el legendario mundo de la antigua historia alemana en una forma popular. Este libro era su lectura predilecta. En la Humboldstrasse esta obra ocupaba un lugar destacado en su habitación, de modo que la tuviera siempre a mano. Cuando estaba enfermo, se sumía con verdadera devoción en el mundo mítico y misterioso que esta obra le había permitido descubrir. Recuerdo todavía que aun en nuestra habitación de estudiantes en Viena poseía Adolf una edición especialmente bella de las viejas leyendas alemanas, que leía a menudo y con pasión, aun cuando en aquel entonces otros problemas muy actuales ocupasen ya su atención. Su pasión por el mundo de las leyendas germanas no era, como suele suceder, un capricho juvenil. Era ésta la materia que más le absorbía también en sus consideraciones históricas y políticas, y que no le abandonó jamás; un mundo al que se creía pertenecer. No podía imaginarse su propia vida de manera más bella de lo que encontraba representada en las fulgurantes figuras de héroes de los primitivos tiempos germánicos. Una y otra vez se personificaron a sí mismo con las grandes figuras de aquel mundo desaparecido. Nada le parecía más digno de imitar que, después de una vida de osadas y trascendentes hazañas, de una vida lo más heroica posible, entrar en el Valhalla y convertirse para todos los tiempos en una figura mítica, lo mismo que aquellos a quienes tan íntimamente veneraba. No hay que olvidar esta perspectiva peculiar y romántica en la vida de Adolf Hitler, aun cuando el duro sentido de la realidad que determinaba su política, hubiera de arrojar estos esclarecidos sueños juveniles al reino de la fantasía. La realidad nos dice, sin embargo, que durante toda su vida Adolf Hitler no encontró otro suelo en que pudiera posarse con una fe casi piadosa que en aquel cuya puerta le había abierto las viejas leyendas germanas.”
Enfrentado a un mundo burgués, que con su engaño y casa rectitud no tenía nada que ofrecerle, buscó instintivamente su propio mundo y lo halló en los orígenes y la historia de su propias gentes. Consideraba que era su mejor época, y aquella etapa desaparecida largo tiempo atrás, conocida solamente a partir de un registro histórico muy fragmentado, se convirtió para el joven y exaltado Hitler en la encarnación del presente. La intensidad con la que vivía aquella época de hacía 1500 años era tal que a menudo provocaba que la cabeza me diera vueltas, ya que yo estaba totalmente sumergido en los inicios del siglo XX. ¿Realmente vivía entre los héroes de aquella época oscura y neblinosa, de los que hablaba como si estuvieran acampados en los bosques a través de los cuales dábamos nuestros paseos nocturnos? ¿Acaso el comienzo del siglo en el que nos encontrábamos no era más que un sueño para él? Este cambio de siglos solía preocuparme hasta el punto de que temía por su cordura: puede que un día se viera incapaz de escapar del salto temporal que había creado para sí mismo.
(Nota de Tempus: “En la Primera Guerra Mundial, Hitler no llevaba encima, en el bote de su máscara antigás, la Die Deutschen Heldensage, sino los cinco volúmenes de Schopenhauer, Heims: Adolf Hitler, Monolge im Führerhauptquartier, Orbis, Múnich, 2000, entrada del 19 de mayo de 1944. Como también afirmó, Monologe, 14 de octubre de 1941, que “nuestra mitología de los dioses ya había caducado cuando llegó el cristianismo”, y que le parecía “totalmente estúpido resucitar el culto de Wotan”, resulta lógico inferir que en 1914 sus ideas religiosas y filosóficas habían sufrido una metamorfosis.)
La preocupación constante e intensiva por los héroes de la mitología alemana parecía ser la causa de que se mostrara especialmente receptivo a la obra de Richard Wagner. En cuanto el muchacho de doce años escuchó Lohengrin, que traducía sus sueños infantiles a poesía y música, su anhelo de mundo sublime del pasado germánico se manifestó en su interior, y a partir del momento en que Wagner, el genio fallecido, entró en su vida, nunca lo dejó marchar. En la obra de Wagner, Hitler vio no solamente la confirmación de su camino de “transmigración” espiritual hacia los inicios de la historia alemana, sino que reforzó la idea de que aquella época que hacia mucho tiempo que había quedado atrás debía de poseer algo que se pudiera aprovechar para el futuro.
Lo que buscaba mi amigo en Wagner era más que un modelo de conducta. Lo único que puedo decir es que “adoptaba” la personalidad de Wagner como si su fantasma pudiera poseerlo.
Leía ávidamente todo lo que encontraba en relación a Wagner, lo bueno y lo malo, escrito por los que estaban a favor y en contra de él. Le gustaba especialmente la literatura biográfica al respecto, leía sus notas, cartas, diarios, su autoevaluación, sus confesiones. Día tras día penetraba cada vez más en la vida de aquel hombre. Estaba bien informado sobre los detalles más triviales y los episodios menos importantes. Podía suceder que en uno de nuestros paseos Adolf abandonara de repente el tema del que había estado pontificando hasta aquel momento -quizás la provisión del material necesario para una pobre sala de conciertos provincial gracias a un supuesto fondo estatal reservado para casos semejantes que pudieran merecerlo-, y recitara el texto de alguna nota o carta de Wagner, o quizás una tesis, como Kunstwerk und Zukunft (Arte y Futuro) o Die Kunst und die Revolution (Arte y Revolución). Aunque no siempre resultaba fácil seguir el hilo de aquellas ideas yo siempre le prestaba mucha atención y ansiaba escuchar las observaciones finales de Hitler, que nunca cambiaban. “Así que ya ves”, solía decir, “incluso Wagner pasó por eso igual que yo. Siempre tuvo que enfrentarse a la ignorancia de su entorno”.
Me entusiasmé con mi amigo por Luis II, protector de las artes, que había acompañado a Wagner en su último viaje a Venecia.
Para nosotros sólo había dos categorías de personas: amigos y enemigos de Richard Wagner.
El mayor deseo de Adolf era visitar Bayreuth, el centro de peregrinación nacional de Alemania, para ver “Wahnfried”, la casa donde había vivido el genio, para meditar junto a su tumba y ver la representación de sus obras en el teatro que había construido. Aunque muchos sueños y deseos de su vida quedaron por cumplirse, al menos éste consiguió satisfacerlo en grado sumo.
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