El lápiz le servía donde no le alcanzaban las palabras.
La primera vez que fui a verle a su casa, tenía esbozos, dibujos, planos desparramados por toda la habitación. Ahí estaba “el nuevo teatro”, allá el hotel de montaña en el Lichtenberg; era como la oficina de un arquitecto. Al verle trabajar en su mesa de dibujo -era más cuidadoso y más preciso en los detalles en aquellas ocasiones que en los momentos de feliz improvisación- , yo estaba convencido de que hacía tiempo que debía de haber adquirido todas las habilidades técnicas y especializadas necesarias para su trabajo. No podía creerme sin más que fuera posible dibujar cosas tan difíciles como aquellas sin pensarlo, y que todo lo que venia fuera improvisado.
Reflexionando sobre aquellos años, tengo que decir lo siguiente: Adolf nunca se tomó en serio la pintura; la mantuvo más bien como un hobby separado de sus aspiraciones más serias. Pero los edificios eran muy importantes para él. Se entregaba por entero a sus edificios imaginarios y se dejaba llevar totalmente por ellos. En cuanto concebía una idea se comportaba como si estuviera poseído. Para él no existía nada más; no pensaba en el tiempo, en si tenía sueño o hambre. Aunque me costaba seguirlo, aquellos momentos resultaron inolvidables. Ahí estaba conmigo, delante de la nueva catedral, aquel muchacho pálido y flacucho, con la primera pelusilla oscura asomándole sobre el labio, con su traje gastado moteado en blanco y negro, raído por los codos y el cuello, con la mirada fija en algún detalle arquitectónico, analizando el estilo, criticando o alabando la obra, cuestionando el material. Y todo lo hacía con tanta convicción y conocimiento experto como si fuera el constructor y tuviera que pagar cada defecto de su propio bolsillo. Entonces sacaba su cuaderno de dibujo y el lápiz garabateaba por todo el papel. Solía señalar que “esta”, y no otra, era la manera de solucionar un determinado problema. Yo tenía que comparar su idea con la obra real, tenía que mostrarme o no de acuerdo y todo con tanto apasionamiento como si nuestras dos vidas dependieran de ello. (Tempus)
Cuando recorro con mis recuerdos aquellos años en Linz, debo reconocer que el pintar era, para Hitler, algo que no se tomaba demasiado en serio, simplemente una especie de actividad, al margen del camino fiado; pintar era, para él, un juego con una inversión, de la que estaba seguro. Construir, sin embargo, significaba mucho más para él. En lo que construía en su fantasía ponía todo su ser. Se sentía absorbido por ello hasta en lo más íntimo. Cuando había tenido una idea determinada parecía como poseído por ella. En estos momentos no existía nada más para él. Podía olvidar el tiempo, el sueño, el hambre, todo. Por fatigoso que fuera para mí seguirle en su obsesión, justamente estos instantes son para mí un recuerdo inolvidable. A mi lado y frente a la nueva catedral estaba este pálido y delgado muchacho, a quien el primer bozo empezaba a asomar sobre el labio superior, con su traje barato, desgastado en las mangas y en el cuello, captando de una sola mirada cualquier detalle arquitectónico, analizaba el estilo y la expresión, alababa o criticaba la ejecución, criticaba el material, y todo ello con una tal minuciosidad, con un tal conocimiento de causa, como si fuera él su arquitecto y tuviera que pagar, de su propio bolsillo, cualquier negligencia en la realización. Sacaba entonces una agenda de notas, y el lápiz corría rápido sobre el papel. Así y de ninguna otra manera debía resolver esta tarea, afirmaba Adolf. Yo debía comparar sus bosquejos con el proyecto ejecutado, debía aprobarlos o rechazarlos como él, y todo ello con su celo como si nuestra propia vida dependiera de ello. (Traducción de 1955)
No era capaz de caminar por las calles sin que le provocara lo que veía.
Me arrastraba allí donde estuvieran construyendo un edificio. Se sentía responsable de todo lo que se estuviera construyendo… su obsesión por el cambio no conocía límites.
Lo que el quinceañero planeó, lo ejecutó el hombre de cincuenta años, a menudo, como por ejemplo en el caso del nuevo puente sobre el Danubio, con tanta exactitud como si hubieran pasado unas pocas semanas, y no décadas, entre la planificación y la ejecución. El plan existía: luego llegaron la influencia y el poder y el plan se hizo realidad. Esta circunstancia se producía con inusitada regularidad, como si el quinceañero hubiera asumido que algún día tendría el poder y los medios necesarios. Pero yo no puedo asimilar tanto. No puedo concebir que algo así sea posible. Existe la tentación de usar la palabra “milagro”, porque no hay explicación racional para ello. (Tempus)
Lo que proyectara el muchacho de quince años lo llevó a la realidad el hombre de cincuenta, como, por ejemplo el proyecto para el nuevo puente sobre el Danubio, tan fielmente en sus menores detalles, como si no se interpusieran decenios, sino tan sólo unas pocas semanas, entre el proyecto y la realización. El proyecto estaba allí. Después venía la influencia y el poder, y el proyecto se convertía en encargo. Seguían los medios. El encargo se convertía en realidad. Todo esto tenía lugar con una tal consecuencia, como si para el muchacho de quince años considerara muy natural que un día los encargos y los medios habrían de venir por sí mismos. No me es posible asimilar estos hechos en mi modesta cabeza. Me es inconcebible cómo es posible algo semejante. Uno se sentiría tentado a hablar de milagro, porque la razón no puede seguir aquí. Casi me resisto a relatar lo que sigue, porque los proyectos hechos por este muchacho, entonces completamente desconocido, para la reconstrucción de su ciudad paterna de Linz, coinciden con el nuevo plano de la ciudad iniciado con posterioridad al año 1938, de forma que podría dudarse de la veracidad de mis explicaciones. Y, sin embargo, son ciertos hasta en sus menores detalles. (Edición de 1955)
Cuando cumplí dieciocho años, el 3 de agosto de 1906, mi amigo me presentó un esbozo de una casa. De manera muy similar a la que tenía planeada para Stefanie, la había dibujado siguiendo su estilo favorito renacentista. Por fortuna, he conservado los esbozos. Muestra un edificio imponente tipo palacio cuya fachada se ve interrumpida por una torre que lleva incorporada. La planta revela una disposición bien pensada de las habitaciones, que están muy apropiadamente agrupadas en torno a la sala de música. La escalera en espiral, que supone un delicado problema arquitectónico, se muestra en un dibujo aparte de igual manera que el recibidor, con su techo sostenido por muchas vigas. La entrada se ha perfilado con varios trazos enérgicos en un esbozo aparte. Adolf y yo también elegimos una ubicación adecuada para mi regalo de cumpleaños: se levantaría en el Bauernberg. Cuando, más adelante, me encontré con Hitler en Bayreuth, me guardé bien de recordarle aquella casa imaginaria. Habría sido capaz de darme realmente una casa en el Bauernberg, presumiblemente mejor que la idea original, que se ajustaba mucho al gusto de la época. (Tempus)
Aun resultan más impresionantes dos esbozos que aún poseo, muestras de sus numerosos diseños para una sala de conciertos en Linz. El antiguo teatro era inadecuado en todos los sentidos, y algunos amantes del arte de Linz habían fundado una sociedad para promover la construcción de un teatro moderno. Inmediatamente, Adolf se apuntó a aquella sociedad y participó en un concurso de ideas. Durante meses trabajó en sus planos y esbozos y estaba verdaderamente convencido de que aceptarían sus sugerencias. Experimentó una rabia inconmensurable cuando la sociedad hizo añicos todas su esperanzas al abandonar la idea un edificio nuevo, y en su lugar reformar el antiguo. Me remito a sus mordaces comentarios en una carta que me envió el 17 de agosto de 1908: “Parece que pretenden volver a hacer unos arreglos en el viejo vertedero” (“Me parece que quieren remendar, una vez más, este vejestorio”, en traducción de 1955).
Mis dos esbozos, uno a cada lado de una hoja, datan de aquel periodo. Un lado muestra el auditorio. Las columnas interrumpen las paredes y los palcos están colocados entre ellas. La balaustrada está adornada con varias estatuas. Un imponente techo abovedado cubre la sala. En la parte de atrás de este ambicioso proyecto, Adolf me explicó las condiciones acústicas del edificio que tenía pensado, y que, como músico, me interesaban especialmente. Muestra claramente cómo las ondas sonoras se alzan desde la orquesta y rebotan desde el techo de modo que -por decirlo de alguna manera- se “derraman” sobre el público que hay debajo. A Adolf le interesaban mucho los problemas acústicos. Recuerdo, por ejemplo, su sugerencia de remodelar la sala Volksgarten, cuya pésima acústica siempre nos molestaba, mediante alteraciones estructurales en el techo.
Y ahora hablaré de la reconstrucción de Linz. Tenía multitud de ideas, pero no las modificaba de un modo indiscriminado, y se aferraba realmente a sus decisiones una vez tomadas. Por eso las recuerdo tan bien. Cada vez que pasábamos por un sitio u otro, no tardaba en elaborar sus planos.
La plaza principal maravillosamente compacta resultaba un placer constante para Adolf, y lo único que lamentaba era que las dos casas más cercanas al Danubio obstaculizarán la vista del río y la hilera de colinas que había detrás. En sus planos (“planes”, en traducción de 1955), las dos casas estaban lo bastante separadas como para disponer de una vista despejada del nuevo puente ampliado sin que, no obstante, se alterara de manera sustancial el antiguo aspecto de la plaza, una solución que más adelante acabó poniendo en práctica realmente. Él pensaba que el ayuntamiento, que se encontraba en la plaza, desmerecía en una ciudad en crecimiento como Linz. Se imaginaba un ayuntamiento nuevo y majestuoso, que construiría siguiendo un estilo moderno, muy alejado del estilo neogótico que en aquella época estaba de moda para los ayuntamientos, por ejemplo en Viena y en Múnich. De un modo distinto, Hitler procedió. A remodelar el viejo castillo, una mole fea y cuadrada que daba al casco antiguo. Había descubierto un viejo grabado de Merian que representaba el castillo tal y como era antes del gran incendio. Debía restaurarse su aspecto original y convertir el castillo en museo.
Otro edificio que siempre le entusiasmó fue el museo, construido en 1892. A menudo permanecimos de pie mirando el friso de mármol de 110 metros de largo que reproducía en relieve escenas de la historia del país. Nunca se cansaba de contemplarlo.
La nueva catedral, que entonces se estaba reconstruyendo, le ocupaba todo el tiempo. El interés renovado por lo gótico era, en su opinión, una empresa estéril, y le enfurecía que los habitantes de Linz no se enfrentaran a los vieneses, ya que la altura de la aguja de Linz se limitaba a 134 metros por respeto ala Stefansdom de Viena, de 138 metros de alto. Adolf estaba encantado con el nuevo gremio de albañiles que se había fundado en relación con la construcción de la catedral, ya que esperaba que así se formaría a unos cuantos albañiles competentes para la ciudad. La estación e tren estaba demasiado cerca de Linz, y, con su red de vías, obstruía el tráfico así como el desarrollo de la ciudad. En este caso, Adolf halló una solución ingeniosa que se adelantó mucho a su época. Sacó la estación del centro urbano al campo abierto e hizo que las vías pasaran por debajo de la ciudad. Se declaró que el espacio ganado por la demolición de la antigua estación serviría para ampliar el parque público. Al leer este planteamiento, no hay que olvidarse de que corría el año 1907 y era un joven desconocido de dieciocho años, sin formación ni títulos, quien proponía estos proyectos que revolucionaron la planificación urbana, y que demostraban lo capaz que era, ya entonces, de ignorar las ideas preexistentes.
De un modo similar, Hitler también reconstruyó los alrededores de Linz. Una idea interesante dominó sus planes de reconstrucción del castillo Wildberg. Quería que recuperara su estado original y se convirtiera en una especia de museo vivo con habitantes permanentes; una idea bastante nueva. La intención era atraer al lugar a cierto tipo de artesanos y obreros. Sus oficios tenían que desarrollarse parcialmente siguiendo la tradición medieval, pero en parte también debían ajustarse a objetivos modernos como por ejemplo la industria turística. Los habitantes del castillo tenían que vestirse a la manera antigua. Debían perpetuarse las tradiciones de los oficios antiguos, y fundarse una escuela de ‘maestros cantores’. Aquella “isla donde los siglos no habían transcurrido” (estas fueron sus palabras exactas) se convertiría en lugar de peregrinación para todos aquellos que desearan estudiar la vida tal y como se vivía en una fortaleza medieval. Mejorando lo propuesto en Dinkelsbühl y Rothenburg, Wildberg no sólo mostraría arquitectura, sino la vida real. Los visitantes tendrían que pagar una pequeña cantidad en las puertas, y así contribuir a mantener a los habitantes del castillo. Adolf reflexionó mucho sobre la selección de artesanos adecuados y recuerdo que hablamos del tema largo y tendido. A fin de cuentas, yo estaba a punto de presentarme al examen de maestro tapicero, y por lo tanto estaba legitimado para opinar al respecto.
No obstante, el proyecto más ambicioso (“Audaz” en traducción de 1955), que palidecía a todos los demás, era la construcción de un edificio imponente que se extendería sobre el Danubio a una gran altura. Para ello planeó la construcción de una carretera elevada que empezaría en el Gugl, que entonces aun no era un feo arenero, y podría llenarse con los residuos y la basura de la ciudad, proporcionando el espacio necesario para un parque nuevo. A partir de ahí, describiendo una curva amplia, la nueva carretera ascendería hasta el Stadtwald. (Y por cierto, los técnicos urbanos llegaron hasta ahí hace un tiempo, sin saber de los planes de Hitler. La carretera que se ha construido mientras tanto corresponde exactamente a los proyectos de Hitler).
Estos planes audaces y ambiciosos provocaban un extraño efecto en mí, que aun recuerdo claramente. (Estos osados y amplios planos causaban en mí una peculiar impresión. Traducción de 1955). Aunque toda aquella historia no me parecía sino producto de su imaginación, no obstante no lograba resistirme a su peculiar fascinación. Lo que inquietaba a mi amigo y que anotaba a toda prisa en trocitos de papel estaba motivado por algo más que vago fanatismo: aquellas concepciones aparentemente absurdas poseían algo atractivo y convincente, una especie de lógica superior. Cada idea poseía su secuela natural en otra, y el conjunto era una cadena de pensamiento clara y racional. Las concepciones estrictamente románticas, como la “Recuperación Medieval del Castillo de Wildberg”, traicionaban obviamente la paternidad de Richard Wagner. Se vinculaban a instrumentos técnicos extremadamente modernos, como la sustitución de pasos a nivel por vías férreas subterráneas. No se trataba de regodearse incesantemente en la más absoluta fantasía, sino de un proceso bien disciplinado, casi sistemático.
Esta “arquitectura pensada para la música” me atraía, quizás porque parecía completamente viable, aunque nosotros, que no éramos más que dos pobres diablos, no teníamos la posibilidad de llevar a cabo planes semejantes. Pero el saberlo no perturbaba en absoluto a mi amigo. Su creencia en que un día llevaría a cabo todos sus proyectos espectaculares era inquebrantable. El dinero no importaba: solo era cuestión de tiempo, de vivir lo bastante.
Su fe absoluta resultaba excesiva para mi modo racional de pensar. ¿Qué futuro nos esperaba? En el mejor de los casos, yo podría llegar a ser un director de orquesta conocido. ¿Y Adolf? Un pintor o delineante de talento, puede que un famoso arquitecto. Pero qué lejos quedaban aquellos objetivos profesionales de la posición y la reputación, de las riquezas y el poder necesarios la reconstrucción de una ciudad entera... Y quién sabe si mi amigo, con sus increíbles fantasías y su tempento impulsivo, se detendría en la reconstrucción de Linz, ya que era incapaz de mantenerse apartado de algo que estuviera a su alcance. Por este motivo yo tenía grandes dudas y en ocasiones me atrevía a recordarle el hecho incuestionable de que todas nuestras posesiones materiales juntas no equivalían más que a unas pocas coronas: apenas teníamos para comprar papel de dibujo. Normalmente, el impaciente Adolf pasaba por alto mis objeciones, y aún recuerdo su expresión adusta y gestos de desdén en tales ocasiones. Daba por sentado que algún día los planes se ejecutarían con la mayor exactitud posible, y por lo tanto se preparaba para ese momento. Incluso la idea más fantástica se pensaba con todos los detalles. ¿Cómo se iba a transportar el material para el puente a través del Danubio? ¿Debería ser de piedra o de acero? ¿Cómo iban a colocarse los cimientos para los estribos? ¿Soportaría la roca el peso? Estas cuestiones eran, en parte, irrelevantes para el experto, y no obstante, en parte eran muy precisas. Adolf vivía tan sumergido en su visión del futuro Linz que adaptaba sus hábitos cotidianos a ella: por ejemplo, visitábamos la galería de personajes famosos, el templo conmemorativo o nuestro museo medieval al aire libre.
Un día que interrumpí su flujo frenético de ideas para el monumento nacional y le pedí con toda seriedad como proponía financiar ese proyecto, su primera respuesta fue un brusco: «¡Ah, qué dinero ni que niño muerto!». Pero al parecer mi pregunta le había inquietado, e hizo lo que hace otra gente que quiere enriquecerse rápidamente: se compró un boleto de lotería. Pero aun así había una diferencia entre el modo en que Adolf compraba un boleto de lotería y el modo en que lo hacía otra gente, ya que otras personas tan sólo tenían la esperanza o más bien soñaban con conseguir el primer premio, pero Adolf estaba seguro de que había ganado desde el instante en que compró el boleto, y que sólo se había olvidado de recoger el dinero. La única preocupación que podía tener era cómo gastar aquella suma nada desdeñable de la mejor manera posible.
Era típico de él que tendiera a mezclar sus ideas más fantasiosas con cálculos extremadamente racionales, y lo mismo ocurrió al comprar el boleto de lotería. Aunque en su imaginación ya se estaba gastando las ganancias, estudiaba a fondo las condiciones de la lotería y calculaba nuestras probabilidades con el máximo de precisión. Adolf me invitó a ir a medias con él en esta aventura. Era bastante sistemático al respecto: el boleto costaba 10 coronas, de las que yo tenía que pagar cinco. No obstante, estipuló que mis padres no debían darme las cinco coronas, sino que tendría que ganármelas por mi mismo. En aquella época ganaba un poco de dinero para mis gastos y los clientes también me daban propinas de vez en cuando. Adolf insistió en saber exactamente de dónde procedían las cinco coronas, y cuando quedó satisfecho con que mi contribución fuera realmente mía, fuimos juntos a la oficina de la lotería del estado para comprar el boleto. Tardó mucho en decidirse, y aún no sé qué es lo que tuvo en cuenta para elegir. Como se mostraba absolutamente escéptico respecto al ocultismo y era más que racional en tales asuntos, su comportamiento siguió siendo un misterio para mí. Pero al final halló a su ganador:
- ¡Aquí está! -exclamó, guardándose cuidadosamente el boleto en la libretita negra en la que escribía sus poemas.
El tiempo que transcurrió hasta el sorteo fue para mí el periodo más feliz de nuestra amistad (“el más bello”, en traducción de 1955). Amor y entusiasmo, grandes pensamientos, ideas nobles… todo aquello lo teníamos. Lo único que nos faltaba era el dinero. Y ya lo teníamos también. ¿Qué más podíamos desear?
Habría resultado demasiado caro construirnos una casa; habría consumido un porcentaje tal de nuestra fortuna que nos habríamos trasladado a aquella maravilla casi sin dinero. Adolf sugirió un compromiso: dijo que debíamos alquilar un piso y adaptarlo a nuestros objetivos. Tras un examen prolongado y exhaustivo de las diversas posibilidades, elegimos la segunda planta del 2 de Kirchengasse en Urfahr, ya que aquella casa estaba en un lugar bastante excepcional. Se encontraba cerca de la orilla del Danubio, y tenía una vista de los agradables campos verdes que culminaban en el Pöstlingberg. Nos colamos en la casa, miramos la vista desde la ventana a la escalera, y Adolf hizo un esbozo de la planta baja.
No quería saber nada de muebles baratos producidos en serie.
Adolf sugirió convertir nuestro hogar en el centro de un círculo de amantes del arte.
Ganar el primer premio no alteraría nuestro modo de vida. Seguiríamos siendo personas sencillas, llevando ropa de calidad, pero desde luego no ostentosa. Sobre nuestra vestimenta, Adolf tuvo una idea fantástica que me produjo una alegría inconmensurable. Sugirió que ambos debíamos vestir del mismo modo, para que la gente nos tomara como hermanos. Creo que para mí, solo por esta idea ya merecía la pena ganar la lotería. Muestra cómo nuestra relación superficial nacida en el teatro se había convertido en una amistad profunda y estrecha.
Durante los meses de verano pensábamos viajar. El primer destino, y el más importante era Bayreuth, donde disfrutaríamos de las actuaciones perfectas del gran maestro de los dramas musicales. Tras Bayreuth, visitaríamos famosas ciudades, magníficas catedrales, palacios y castillos, pero también centros industriales, astilleros y puertos. “Será Alemania entera”, dijo Adolf. Ésta era una de sus frases favoritas.
El día del sorteo llegó. Adolf vino corriendo como un loco al taller con la lista de resultados. (“Adolf vino a mi taller con la lista de la lotería y lleno de excitación”). Pocas veces le oí rabiar como entonces. Primero despotricó contra la lotería del estado, aquella explotación oficial de la credulidad humana, aquel fraude abierto a expensas de los dóciles ciudadanos. Luego su furia se volvió contra el Estado mismo, aquella amalgama de diez o doce, o Dios sabe cuántas naciones, aquel monstruo construido a base de matrimonios de los Habsburgo. ¿Se podía esperar otra cosa a que timaran a dos pobres diablos sus diez últimas coronas?
Uno de sus planes favoritos era sustituir el puente que unía Linz y Urfahr. Solíamos cruzar el puente a diario, y a Adolf le gustaba especialmente aquel paseo. Cuando las inundaciones de mayo de 1868 destruyeron cinco soportes del viejo puente de madera, se decidió construir un puente de hierro, que se terminó en 1872. Aquel puente más bien feo era demasiado estrecho para el tráfico, aunque en aquella época no había coches a motor, y siempre estaba abarrotado hasta un nivel peligroso.
A Adolf le gustaba escuchar a los conductores rabiosos, que mediante juramentos furiosos y chasquees reiterados de sus látigos, intentaban abrirse camino. Aunque en general se interesaba poco por lo que tenía delante y prefería considerar sus proyectos a largo plazo, en este caso sugirió una solución provisional para remediar las cosas tal y como estaban. Sin modificar el puente en sí, había que añadir un camino a cada lado, de dos metros de ancho, que sirviera para el tráfico de peatones y así se aligerara la calzada.
Resulta muy lamentable que, por lo que yo recuerdo, ninguno de los numerosos esbozos que trazó Hitler para el nuevo puente se hayan conservado, ya que sería interesante comprar esos esbozos con los planes que, treinta años más tarde, Adolf Hitler preparó para aquel puente y ordenó ejecutar. Debemos a su impaciencia por ver la nueva Linz construida que, pese al estallido de la guerra en 1939, aquella estructura, el proyecto central de su planificación urbana de Linz, quedara terminada.
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