A mitad de marzo comenzamos a mover tropas hacia el este en preparación para el ataque; el día D había sido fijado para el 12 de mayo de 1941, aunque no se había emitido orden alguna de una puesta en práctica efectiva. Esta era la manera en la que actuaba Hitler; mantenía la fecha final para atacar la frontera tan abierta como fuera posible hasta el ultimísimo momento, ya que no se sabía nunca qué circunstancia imprevista podía salir de la nada en las semanas finales o incluso en las últimas horas, requiriendo la mayor libertad de acción.
Al mismo tiempo, estábamos comprometidos con cruzar el Danubio y con la marcha del mariscal de campo List en Bulgaria; el Ejército de este último avanzaba lentamente en el clima invernal, con las carreteras en muy malas condiciones. Al mismo tiempo, estábamos también ocupados con las negociaciones diplomáticas para la participación de Yugoslavia en el Pacto Tripartito (del Eje). Y a la vez, un nuevo desastre amenazaba a las tropas italianas en Albania. A esto había que añadir que Hitler demandaba el fortalecimiento de las tropas que ocupaban Noruega y la provisión de 200 baterías más de munición costera de cualquier calibre. Podría alargar este catálogo más aún, si el tiempo no me presionara aún. Será suficiente con que enfatice hasta qué punto nuestra organización militar -incluso durante el interludio entre nuestra intervención sobre Francia y nuestro ataque sobre la Unión Soviética- estaba absorta en todo tipo de investigaciones para asegurarnos de que no se hubiese pasado por alto nada que pudiera llevarnos a un revés. Día y noche, incluso cuando parecía que no estaba pasando nada importante, el Alto mando se consumía en una intensa actividad. Fue Hitler quien nos mantuvo así con su espíritu inquieto y con la fantástica imaginación con la cual lno solo reflexionaba sobre todo, sino que le proporcionaba las más elaboradas defensas en caso de que se materializase lo más improbable.
Yo llevé la conversación en torno a anécdotas de caza, aunque sabía que la caza era un tema poco estimado por el corazón del Führer; siempre decía que la caza no era más que un cobarde asesinato, pues el ciervo, la más hermosa criatura de la Naturaleza, era incapaz de defenderse. Por otro lado, elogió al cazador furtivo como uno de sus héroes y como el mejor tipo de soldado; le habría encantado formar un batallón de élite de cazadores furtivos, afirmó.
Básicamente lo que pretendía el Führer era dar a los griegos un acuerdo honorable en reconocimiento de su valiente lucha y su inocencia en esta guerra. Después de todo, eran los italianos quienes la habían iniciado. Ordenó la liberación y repatriación de todos sus prisioneros de guerra inmediatamente después de que hubieran sido desarmados; el campo pobre se preservaría y la producción del país no se tocaría excepto donde pudiera ser utilizada para ayudar a los británicos, que habían desembarcado en Grecia en marzo.
La pelea por la entrada victoriosa de tropas en Atenas fue un capítulo en sí mismo. Hitler quería hacerla sin un desfile especial para evitar herir el orgullo nacional griego. Mussolini, sin embargo, insistió en una entrada gloriosa de las tropas italianas en la ciudad (que, antes de nada, tuvieron que apresurarse camino de Atenas, porque se habían quedado rezagadas varios días de marcha por detrás de las tropas alemanas que habían expulsado a las fuerzas británicas). El Führer cedió ante las demandas italianas y, juntas, las tropas alemanas e italianas, entraron en Atenas. Desde el punto de vista de los griegos, este lamentable espectáculo, ofrecido por nuestro galante aliado al que había vencido con todos los honores, debió provocar más de una sonora risotada.
Mientras tanto, el Führer había decidido que el nuevo día D para la invasión de Rusia sería a mediados de junio. Esto implicaba una rápida liberación de las unidades del Ejército comprometidas en las operaciones de limpieza de los Balcanes y su reintroducción en las tropas que se agolpaban detrás de nuestra frontera con Rusia. La consecuencia fue una pacificación poco adecuada de la región de Yugoslavia, en la que, en un abrir y cerrar de ojos, e incitada por los abiertos llamamientos y el entusiasta apoyo de Stalin, estalló una guerra de partisanos. Por desgracia, las pocas tropas que nos quedaban allí fueron incapaces de estrangular este tipo de guerrilla en su inicio, y a medida que pasó el tiempo la situación acabó demandando el refuerzo de nuestras fuerzas de seguridad en el país, pues los arrogantes italianos que se suponía que nos habían liberado de esta tarea desertaron de principio a fin y constituyeron la nueva columna vertebral del Ejército partisano de Tito, que se apoderó de sus armas.
El Führer contempló pasivamente aquella tragedia, sin hacer el menos intento de demostrar su simpatía hacia el pueblo croata en vista de las intrigas que era obvio que estaba inspirando Mussolini. Dejó que su aliado hiciera su santa voluntad, pues quería tenerlo contento, quizás porque otros asuntos le parecían de mayor importancia en aquel momento, o quizás también porque le impedía actuar algún compromiso que hubiera adquirido.
A mediados de junio de 1941, y por última vez antes de nuestro ataque a Rusia, el Führer reunió a todos sus comandantes principales y representantes de los diferentes Altos Mandos de servicio en la línea del frente para que le oyeran esbozar sus misiones y escucharan un discurso final en el que expuso de manera convincente sus puntos de vista sobre la inminente “guerra de ideologías”. Al llamar la atención sobre la enorme residencia que se había ofrecido a nuestras operaciones de pacificación en los Balcanes, dijo que había que aprender esa lección por haber tratado a la población civil con demasiada benevolencia. Ese trato solo había sido interpretado como debilidad y la consecuencia lógica era ese levantamiento. Hitler había hecho un estudio de los métodos que la antigua monarquía danubiana había empleado para establecer la autoridad del Estado sobre sus súbditos, y podíamos esperar muchos mas problemas de los ciudadanos soviéticos, que habrían sido incitados a actos de violencia y terrorismo por los… Por esta razón, dijo, la mano dura sería al final la vía más amable: solo se puede combatir el terror con el contraterror, no con procedimientos en los tribunales militares. Él mismo no había derrotado las tácticas del Partido Comunista alemán con libros de Derecho, sino mediante la fuerza bruta del movimiento de sus SA.
Fue encantes cuando comencé a percibir lo que he descrito para el abogado de mi defensa en un memorando durante las Navidades de 1945: Hitler se había obsesionado con la idea de que su misión era destruir el comunismo antes de que este nos destruyera a nosotros. Consideraba que no existía posibilidad de confiar en pactos permanentes de no agresión con el comunismo ruso; reconocía que había fracasado en su tarea de destruir el anillo de hierro de Stalin -en conjunción con las potencias occidentales- sería capaz de forjar alrededor de nosotros en cualquier momento si así lo consideraba oportuno, y que conduciría al colapso económico de Alemania. Desdeñaba la idea de pedir la paz a cualquier precio a las potencias occidentales, y se lo jugaba todo a una sola carta: ¡guerra! Sabía que si las cartas se volvían en su contra, el mundo se lanzaría en armas contra nosotros. Sabía también lo que significaría una guerra en dos frentes. Pero asumía la carga porque había valorado equivocadamente las reservas del bolchevismo y del Estado estalinista. Y fue así como provocó su propia ruina y la del Tercer Reich que había creado.
Uno se pregunta qué Ejército en la tierra habría resistido semejantes golpes aniquiladores si la vasta extensión de Rusia, sus reservas humanas y el invierno ruso no hubieran acudido en su ayuda.
Ya a finales de julio, Hitler no solo creía que el Ejército Rojo había sido derrotado en el campo de batalla, sino que el núcleo de sus defensas se había visto tan gravemente afectado que les resultaría imposible recuperarse tras sus enormes pérdidas materiales antes de que el país fuese abrumado por la derrota total. Por esta razón -y esto es de un elevado interés histórico- ya se encontraba a finales de julio o principios de agosto ordenando que considerables secciones de la industria de municiones del Ejército (aparte de la construcción de tanques) cambiara para acelerar la producción de municiones para la Armada (submarinos) y la Fuerza Aérea (aviones y baterías antiaéreas) anticipando una intensificación de la guerra con Gran Bretaña, mientras que, en el frente oriental, el Ejército mantendría vigilado al enemigo derrotado utilizando las armas que tuviera a mano, pero con el doble de capacidad de ataque blindado.
Desde mi último y más feliz servicio militar como comandante de una división, me había convertido en un general “atado a una silla”. En la Primera Guerra Mundial fui oficial superior de Estado Mayor General de una división durante casi dos años, y me sentí orgulloso de compartir con mis comandantes la responsabilidad -tal como lo veíamos en aquellos días- de nuestros valientes soldados. En la Segunda Guerra Mundial acabé como mariscal de campo, incapaz de emitir una orden a nadie fuera de la verdadera estructura del OKW, ¡aparte de mi conductor y mi ordenanza! Y ahora, que me llamen para dar cuentas sobre todas esas órdenes que fueron promulgadas contra mi consejo y contra mi conciencia… ¡Qué amargo resulta tragar esta píldora, pero al menos será honorable si, al hacerlo, puedo cargar sobre mis hombros la responsabilidad de todo el OKW!
La intención de Hitler era intentar que todo su entorno inmediato se diera cuenta del significado de las Fuerzas Armadas al hacer que estuvieran representadas por un mariscal de campo. El general Schmundt, por otro lado, me dijo después de mi ascenso que el Führer había deseado mostrarme su gratitud de este modo por haber llevado a cabo el armisticio con Francia. ¡Lo que sea! Mi formación tradicional me obliga a lamentar que el rango de mariscal de campo dejara de estar limitado únicamente a generales que hubieran mostrado un particular valor frente al enemigo.
Durante el verano de 1941, la resistencia de la población civil frente a nuestras fuerzas de ocupación se intensificó de manera perceptible en todos los escenarios de la guerra, con incidentes de sabotaje y ataques contra las fuerzas e instalaciones de seguridad alemanas. Aunque la guerra de guerrilla comenzó a adoptar un aspecto más amenazador en los Balcanes, donde era abiertamente fomentada por los británicos y la Unión Soviética, y nos obligó a lanzar operaciones a gran escala contra los centros partisanos, los actos de sabotaje comenzaron a hacerse horriblemente frecuentes en Francia e incluso en Bélgica.
El Führer insistió en el empleo de medias de represalia draconianas y acciones despiadadas para controlar los territorios antes de que se nos fueran de las manos y que los movimientos de resistencia pudieran conseguir desviar una gran parte de nuestros recursos humanos y que el problema superase las capacidades de las autoridades de ocupación.
En consecuencia, el verano y el otoño de 1941 fueron testigos de la promulgación de las primeras órdenes destinadas a combatir estas nuevas técnicas de puñalada en la espalda, sabotajes y comandos, un tipo de guerra lanzada a petición de fuerzas oscuras por gánsteres, espías y otra chusma escondida, y reforzada posteriormente por idealistas, todos los cuales son ahora idolatrados conjuntamente como grandes “héroes” patrióticos nacionales.
Estas órdenes contenían, entre otras, las “leyes de rehenes” para los comandantes militares, el decreto Nacht und Nebel -“Noche y Niebla”- del Führer que firmé personalmente, y todas las variaciones de estas brutales directivas de 1942 concebidas para emular al enemigo en sus más degenerados estilos de guerra, lo que, por supuesto, solo podría apreciarse en toda su fiereza y efectos desde mi oficina central, a donde llegaban todos los informes. El propósito era dejar absolutamente claro la “caballerosidad” de la guerra, que cuando se enfrentaban a métodos como aquellos el único que saldría vivo sería aquel que menos se encogiese a la hora de aplicar las represalias más despiadadas en una situación en la que una “guerra de sombras” había sistematizado sin escrúpulos el crimen para intimidar a la potencia ocupante y aterrorizar a gran parte de la población del país. Que estos métodos del servicio secreto británico nos eran desconocidos a los alemanes y a nuestra mentalidad, fue demasiado para justificar la existencia de advertencias como estas a nuestros hombres.. Pero si la forma adecuada de hacerles ver esto era acuñar el eslogan “el terrorismo solo puede ser combatido mediante el terrorismo” es una cuestión que, vista en retrospectiva, la gente podría tener razón en discutir. Todos los buenos alemanes deberían aprender a dejar que la casa se incendiara a su alrededor antes de que comenzara a oler el humo…
Para el Führer y para nosotros, militares alemanes, el paso de marcha y el saludo de las tropas italianas fue -a pesar de su fiel “Evviva Duce”- una enorme decepción. Sus oficiales eran demasiado viejos y ofrecían una pobre imagen, lo que solo podía tener un efecto negativo sobre el valor de tan dudosos auxiliares. ¿Cómo se suponía que unos medio-soldados como aquellos iban a enfrentarse a los rusos, si se habían desmoronado incluso ante el desdichado pueblo campesino de Grecia? El Führer tenía fe en Mussolini y su revolución, pero el Duce no era Italia, y los italianos eran italianos estuvieran donde estuvieran. Estos eran nuestros aliados, los aliados que no solo nos habían costado tan caro, que no solo nos habían abandonado en nuestra hora de necesidad, sino que acabarían también por traicionarnos.
A principios de diciembre, el movimiento hacia Tikhvin en el norte, que el Führer había lanzado tácticamente en contra del consejo dela Oficina de Guerra, pero que ya contenía en sí mismo las semillas del fracaso, sufrió un revés. Incluso aunque se hubiera conquistado Tikhvin, no se habría podido conservar. El propósito estratégico de cortar las comunicaciones de retaguardia de Leningrado alcanzando el Lago Ladoga y continuar hasta unirse con los finlandeses, tuvo que ser abandonado. En varias conversaciones telefónicas con el Führer en las que estuve presente, el mariscal de campo Von Leeb le pidió urgentemente que se le concediera libertad de acción y que se le permitiera retirar a tiempo esta parte de su frente detrás de la línea del río Volchov para reducir su frente y liberar personal como reserva. No tuvo éxito, y el enemigo reconquistó las posiciones que no pudimos conservar; al final, se presentó en persona en el cuartel general del Fúhrer para pedir que se le relevara de su mando, pues era demasiado viejo y sus nervios ya no aguantaban la tensión. Fue relevado del mando como había pedido. Obviamente, a Hitler le pareció más apropiado de este modo.
Sé que los pensamientos que corrían en silencio por la mente de Hitler eran consideraciones a largo plazo: sacrificó a estos dos comandantes de primera clase solo para tener “chivos expiatorios”. No albergaba el menos deseo de reconocer que, en realidad, el culpable era él.
Estas primeras crisis, en realidad no de gran importancia, fueron virtualmente devoradas por la inesperada entrada de Japón en la guerra y la ola de optimismo que siguió a la misma. Discutiría con quien afirmara que Hitler había sabido de aquello con antelación o que hubiera tenido alguna influencia sobre los japoneses; el mejor actor en el mundo no habría representado un papel igual. Hitler había estado convencido de la autenticidad de las conversaciones (americano-japonesas) en Washington, y Pearl Harbour le había pillado totalmente por sorpresa.
Mientras tanto, se habían intensificado las heladas y el frío, provocando numerosas bajas en nuestras tropas. Hitler reprochó amargamente a la Oficina de Guerra que no hubiera sido capaz de prever a tiempo la distribución de la ropa de invierno, calentadores para las trincheras, etc.
Hitler sabía perfectamente que el transporte al frente del necesario equipo de invierno era imposible durante una lucha tan continuada en la que había escasez de munición y provisiones como resultado de la generalizada crisis de transportes. Con cada día que pasaba, aumentaba el frío, más hombres sucumbían a las heladas, los tanques se estropean cuando se congelaban sus radiadores y al final había que aceptar que no era posible continuar el ataque. Nadie que no estuviera allí puede siguiera imaginarse el estado de ánimo del Führer aquel día, porque hacía tiempo que se había dado cuenta de que se aproximaba una catástrofe militar, por mucho que intentara ocultárselo a su estado mayor, y ahora buscaba chivos expiatorios a quienes poder culpar por no haber proporcionado a las tropas bienes básicos y otras cosas, así como por otros defectos.
Solo se omitieron las auténticas razones del revés, por muy evidentes que resultaban: había subestimado la capacidad del enemigo para resistir y el riesgo de la llegada del invierno en una época tan temprana aquel año, y había esperado demasiado de la capacidad de combate de las tropas en las interminables batallas desde octubre en adelante; por último, habían faltado suministros suficientes. Estoy convencido de que Brauchtisch se había dado cuenta de que, de alguna manera, tendría que esquivar la inflexibilidad del frente como del Führer; no se le podía ocultar que pronto se buscaría a un culpable, y su nombre no sería Hitler. Tal como él mismo me dijo aquel día, 19 de diciembre de 1941, reunió todo su valor y tuvo una pelea de casi dos horas con Hitler. Yo no estuve allí, pero sé que en el transcurso de la discusión pidió ser relevado de su puesto, ofreciendo la razón añadida de su pobre estado de salud (como era su deber, en cualquier caso).
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