Memorias del Mariscal Keitel: Preludio al ataque sobre Rusia 1940-1941 (1ª Parte)



Mussolini había persuadido al Führer prometiéndole que enviaría submarinos italianos para enfrentarse a los británicos en la batalla del Atlántico. Pero esta oferta tenía tan poco valor para nosotros como había tenido la Fuerza Aérea italiana; las operaciones de esta última contra los británicos desde el norte de Francia habían fracasado por completo. Sin embargo, El Führer había llegado a la conclusión de que no podía rechazar estas ofertas sin que Mussolini se ofendiese, sobre todo porque en aquel momento también planeábamos enviar submarinos alemanes al Mediterráneo.

Finalmente el Führer planeaba apoderarse de Gibraltar, con el consentimiento de España, por supuesto -algo que ocultaba a Italia y mantenía en absoluto secreto-. Los sondeos diplomáticos e investigaciones militares aún estaban por resolver, pero se iba a empezar a trabajar en breve en ellos. 

No obstante, lo que más me inquietaba en aquel momento eran los pensamientos del Führer sobre una posible guerra con la Unión Soviética, un tema que desarrolló con más detalle en una conversación privada con Jodl y conmigo mismo justo el primer día de mi vuelta de las vacaciones. Tal como me contó Jodl cuando regresábamos en automóvil a casa, aquella era la continuación de unas discusiones que había iniciado con él ya a finales de julio; como pude averiguar por mí mismo, ya se estaban realizando investigaciones para ver cuánto se podía acelerar el traspaso de varias divisiones desde Francia; Hitler en persona había ordenado al comandante en jefe del Ejército que concentra un número de unidades en Polonia, y que estimara el tiempo que llevaría desplazar tropas para compensar la considerable concentración de fuerzas rusas en las provincias bálticas y en Besarabia, una circunstancia que llenaba al Führer de fuertes presentimientos con respecto a las intenciones de los soviéticos

Inmediatamente puse como objeción que teníamos de cuarenta a cincuenta unidades comprometidas en Noruega, Francia e Italia; y, dado que no las podíamos retirar de esos países, no estarían disponibles para ninguna guerra en el este; y sin ellas seríamos demasiado débiles. Hitler respondió inmediatamente que no había razón para no actuar como prevención de un peligro inminente; ya había ordenado a Brauchitsch, dijo, duplicar el número de divisiones blindadas. Finalmente añadió que no había creado este ejército móvil tan poderoso solo para dejar que se oxidase durante el resto de la guerra: la guerra no finalizaría por sí misma, y después de todo, él no iba a poder usar su ejército contra Gran Bretaña en la primavera de 1941, pesto que una invasión entonces no sería viable. Mientras que Hitler reanudaba su discusión con Jodl, yo no volví a hablar, sino que decidí averiguar más tarde a través de Jodl lo que antes ya se había sometido a debate mientras yo estaba fuera y que parecía ya haberse puesto en marcha.

Al día siguiente, solicité tener una breve entrevista con el Führer, con la intención de preguntarle a la cara por sus razones para interpretar tan ominosamente las intenciones de Rusia. Su respuesta, en breve, fue que él jamás había perdido la perspectiva de la inevitabilidad de un choque entre las dos ideologías más diametralmente opuestas del mundo, que no pensaba que se pudiera evitar, y que, siendo este el caso, era mejor que él llevara esta seria carga a cuestas ahora, además de las otras, en lugar de legarla a su sucesor. Por otro lado, pensaba que había señales de que Rusia se estaba preparando para la guerra contra nosotros, y que ciertamente se había extralimitado de lejos con los acuerdos que teníamos en las provincias del Báltico y Besarabia mientras que nuestras manos estaban ocupadas en el oeste. En cualquier caso, continuó, solo deseaba tomar precauciones para no ser cogido por sorpresa, y aseguró que no tomaría ninguna decisión hasta haber comprobado que su desconfianza hacia ellos estaba justificada. Cuando objeté una vez más que nuestras fuerzas ya estaban completamente desplegadas en otros escenarios de la guerra, me replicó que tenía la intención de hablar con Brauchitsch para aumentar nuestras fuerzas y liberar algunas de las de Francia. Así terminó nuestra entrevista, cuando le llamaron para celebrar una reunión informativa. 

Después de una reunión de guerra algunos días después, mostré mi memorando manuscrito al Führer; él prometió discutirlo conmigo una vez que tuviera tiempo de leerlo detenidamente. Esperé en vano varios días, luego se lo recordé; fui emplazado a verlo yo solo aquella tarde. Lo que entonces tuve con Hitler no fue tanto una discusión como una lección unilateral sobre la estrategia básica de mi memorando; no le había convencido lo más mínimo. Mi referencia al pacto del año anterior con Rusia era igualmente errónea: Stalin tenía tan oca intención de respetarlo como él mismo, una vez que la situación había cambiado y había prevalecido una nueva serie de circunstancias. De cualquier manera, los únicos motivos de Stalin para firmar el pacto habían sido, en primer lugar, garantizar su porción en el reparto de Polonia y, en segundo lugar, incitarnos a lanzar nuestro ataque en el oeste, con la creencia de que allí nos quedaríamos atrapados y nos desangraríamos hasta la muerte. Stalin había planeado explotar este periodo de gracia y nuestras numerosas bajas como medio de someternos a todos después mucho más fácilmente

Me molestó mucho esta crítica brutal y el tono de voz que empleó, y sugerí que sería mejor que me reemplazara como jefe del OKW por alguien cuyo criterio estratégico fuera de más valor para él que el mío; sentía que, a este respecto, no era bueno para mi posición, añadí, y pedí ser enviado a un mando al frente. Hitler rechazó esto con tono áspero. ¿No tenía, entonces, derecho de informarme si, a su juicio, mi opinión era errónea? Realmente debería prohibir a sus generales que se enojaran y solicitaran su renuncia cada vez que alguien les daba una lección y, en cualquier caso, él no tenía oportunidad alguna de renunciar a su cargo tampoco. Quería que se comprendiera de una vez por todas que nadie tenía el derecho más que él a relevar a alguien de su cargo si lo consideraba oportuno, y que hasta entonces esa persona tendría que aguantar en su puesto; durante el otoño anterior, añadió, también le había tenido que decir a Brauchitsch lo mismo. 

Esquivaré aquí los demás acontecimientos de nuestras relaciones con la Unión Soviética, la visita que nos hizo Molotov a principios de noviembre, y cómo Hilter decidió que había que preparar definitivamente una campaña en Rusia. La secuencia real de acontecimientos durante enero de 1941, con el detallado informe de Hitler hecho por el jefe del Estado Mayor del Ejército sobre la fase a la que habían llegado tanto nuestros preparativos de guerra como los del enemigo se ha tratado con tanta profundidad en este juicio -y en cierta manera en mis propias declaraciones juradas para el abogado de la defensa- que no tengo necesidad de preocuparme más por ella. Pero no se puede enfatizar lo suficiente que, a pesar de lo mucho que continuábamos reforzando nuestras fronteras en el este y la línea de demarcación entre nosotros y los rusos, siempre estábamos cuantitativa y cualitativamente muy por detrás de las concentraciones de tropas rusas. La Unión Soviética se preparaba metódicamente para atacarnos; y sus preparativos a lo largo de toda la línea del frente quedaron expuestos por nuestro propio ataque el 22 de agosto de 1941.

Ciertamente, una vez que lanzamos nuestro ataque preventivo, me vi forzado a admitir que había tenido razón, después de todo, en su evaluación de la inminencia de una invasión rusa en nuestro país, pero -quizás a causa de mis recuerdos de las maniobras del Ejército Rojo en el otoño de 1931 cuando visité la Unión Soviética como su invitado- mi forma de ver la capacidad de Rusia de hacer la guerra era distinta a la de Hitler.

Él siempre dio por hecho que la verdadera industria armamentística de Rusia estaba aún en una fase embrionaria y en absoluto completamente desarrollada; y además recalcaba que Stalin había hecho una purga de la élite de los mandos militares en 1937, por lo que había escasez de cerebros que le pudieran respaldar. Vivía obsesionado con la idea de que el choque se produciría más tarde o más temprano y que sería una equivocación sentare a esperar hasta que los otros estuvieran preparados y se lanzaran sobre nosotros. Las declaraciones de los oficiales de Estado Mayor rusos que capturamos también confirmaban el análisis de Hitler a este respecto; solo en su valoración de la capacidad de la industria armamentística soviética -incluso sin la cuenca del Donets- estaba Hitler mal informado; las fuerzas rusas de tanques tenían una superioridad cuantitativa con respecto a las nuestras que nunca podríamos ni llegaríamos a alcanzar

Debo, no obstante, negar categóricamente -aparte de algunos estudios generales de tipo de jefatura de estado mayor realizados por el Estado Mayor de Operaciones del OKW y por el Estado Mayor del Ejército- que se hiciera preparativo alguno para una guerra con Rusia antes de diciembre de 1940, aparte de las órdenes para mejorar el sistema de ferrocarril y las estaciones terminales en los que había sido territorio polaco, de forma que nuestras tropas pudiesen ser desplazadas más rápidamente a las fronteras orientales del Reich. 




Nos llegó la noticia de que Mussolini planeaba atacar Grecia por la fuerza de las armas, porque los griegos habían rechazado ceder, como se les exigía, partes de su territorio a Albania. El conde Ciano, su ministro de Exteriores, era quien instigaba toda la disputa. El Führer describió este encore por parte de nuestro aliado como una absoluta locura, y decidió de inmediato bajar a través de Múnich para reunirse con Mussolini. La reunión se celebro a la mañana siguiente en Florencia. Mussolini saludó a Hitler con las memorables palabras, “Führer, ¡estamos en marchando!”. Era demasiado tarde como para evitar el desastre. Obviamente, Mussolini se había enterado de la intención que tenía Hitler de impedir que llevara a cabo su proyecto, durante los preliminares diplomáticos con nuestro embajador, y esa fue la razón por la que actuó tan rápido -para enfrentarse a nosotros con un fiar accompli.

Volvimos a casa inmediatamente después de comer. Entretanto, yo había ordenado a nuestro agregado militar que nos enviara telegramas diarios sobre la guerra en el teatro de operaciones albano-griego; le hice jurar que diría tan solo la verdad sin tapujos. Hitler no perdió realmente los estribos hasta que estuvimos en el tren; entonces empezó a criticar esta nueva “aventura”, como la denominó. Había advertido seriamente al Duce del sinsentido que era tomarlo todo tan a la ligera: y era un disparate, dijo, una invasión en ese momento del año, y solo con dos o tres unidades, avanzando por las montañas que bordeaban Grecia, donde el clima por sí solo frenaría muy pronto toda la operación. Según su opinión, como le había transmitido a Mussolini, el único resultado posible era una catástrofe militar; pero Mussolini había prometido enviar más divisiones a Albania en el caso de que estas débiles fuerzas fueran inadecuadas para abrirse paso con el ataque. Por las explicaciones de Mussolini, sin embargo, llevaría varias semanas para que siquiera una unidad adicional desembarcara en los (dos) rudimentarios puertos de Albania. Si tenían tantas ganas de enzarzarse en una pelea con la pobrecita Grecia, continuó Hitler, por qué diablos no había atacado Malta o Creta: eso hubiera tenido algo de sentido en el contexto de nuestra guerra con Gran Bretaña en el Mediterráneo, especialmente en vista de la nada envidiable posición de las batallas de los italianos en el norte de África. 

Mucho me temo que Hitler, probablemente, no le habló a Mussolini -como a continuación descubrí en varias ocasiones- en decir nada que pudiese herir su vanidad militar de aficionado. Solo más tarde pude darme cuenta de que Mussolini explotaba al Führer en cuanto tenía la ocasión, pero que su amistad era muy unilateral- al considerar Hitler que Mussolini era algo parecido a un chico de oro. 



El ministro de Asuntos Exteriores ruso Molotov llegó a Berlín a principios de noviembre de 1940 a petición del Führer para discutir la situación política. Yo estaba presente en el momento en el que el Führer iba recibiendo a los invitados rusos en la Cancillería del Reich. A la ceremonia de recepción le siguió un banquete en las dependencias del Führer, en el que me senté junto al asistente de Molotov, M. Decanosov (el embajador soviético), pero fui incapaz de conversar con él, dado que no había un intérprete a mano. Posteriormente el ministro de Exteriores ofreció un banquete en su hotel, en el que de nuevo me sentaron al lado de M. Decanosov; esta vez con la ayuda de un intérprete pude hablar con él sobre una serie de asuntos generales; le hablé sobre mi visita a Moscú y sobre las maniobras que había visto en 1931, y le hice una pregunta o dos sobre los recuerdos que tenía de mi visita de entonces, así que hubo un cierto grado de prolija conversación entre nosotros.

No escuché nada de las conversaciones diplomáticas, excepto en una ocasión en la que fui llamado a estar presente en el momento en el que los rusos vinieron a despedirse del Führer después de la última reunión y, obviamente, la más importante. Por supuesto, le pregunté al Führer cuál había sido el resultado, y me respondió que había sido insatisfactorio; a pesar de ello, no iba a decidir aún prepararse para la guerra, ya que, antes de nada, quería esperar a la reacción de Stalin en Moscú. No obstante, me quedó claro inmediatamente que nos encaminábamos a la guerra con Rusia, y no estoy seguro en absoluto de que, durante las charlas, el propio Hitler no hubiera removido cielo y tierra con tal de evitarla, aun cuando para lograrlo hubiese necesitado renunciar a su representación de los intereses de Rumanía, Bulgaria y los estados Bálticos. Pero está claro que aquí también Hitler estaba de nuevo absolutamente justificado, porque en un plazo de uno o dos años, tan pronto como Stalin estuviera preparado para atacarnos, los rusos ciertamente habrían incrementado sus demandas. Hacia 1940, Stalin era lo suficientemente fuerte para darse cuenta de sus objetivos en Bulgaria, y en las cuestiones de los Dardanelos y Finlandia, pero que hubiésemos eliminado a Francia en tan solo seis semanas había dislocado su programa completo y ahora deseaba ganar tiempo. No me aventuraría a realizar tal hipótesis si nuestra guerra preventiva en Rusia en 1941 no hubiera mostrado el avanzado estado de sus preparativos para atacarnos. 

¿Cuánto hubiéramos ahorrado de no ayudar a Italia en su absurda guerra en los Balcanes? Con toda probabilidad, no hubiese habido ningún levantamiento en Yugoslavia como intento de forzar su entrada en la guerra del lado de los enemigos del Eje, precisamente para complacer a Gran Bretaña y la Unión Soviética. ¡Qué diferentes hubieran entonces parecido las cosas en Rusia en 1941! Hubiéramos estado en una posición más fuerte, y, sobre todo, no habríamos perdido esos meses. Tan solo imaginemos: no nos hubiéramos congelado por completo en la nieve y el hielo, con temperaturas de cuarenta y cinco grados bajo cero solo a veinte millas a las afueras de Moscú, una ciudad que había estado cercada sin esperanzas por el norte, el oeste y el sur, a finales de noviembre. Habríamos tenido dos meses despejados antes dude que nos asediara aquel frío infernal -¡y ni siquiera hubo nada igual en los inviernos siguientes!

¡Qué verdad es el dicho de que nunca puede forjarse una alianza permanente con los poderes del destino! Los más abrumadores imponderables aguardan a aquellos hombres de Estado y guerreros que se arriesgan; y eso es lo que sucedió, en mi opinión, cuando se ratificó en Viena la participación de Yugoslavia en el Pacto Tripartito (del Eje). De otra forma, hubiera habido solo una solución para nosotros, haber demandado la paz a Gran Bretaña a cualquier coste, y haber renunciado a todos los frutos de nuestras victorias hasta la fecha. ¿Eso hubiera sido aceptable para Gran Bretaña? Después de la pérdida de su aliado francés, había orientado de nuevo sus antenas más largas hacia Moscú. En vista de su tradicional política de oposición a cualquier fuerza en Europa Central que fuera la más poderosa, nunca creeré que Gran Bretaña nos hubiera permitido salir de la trampa en la que ahora nos tenía junto con su aliado americano, confinada como estaba con razón en las intenciones de Moscú

La decisión definitiva de Hitler de prepararnos para la guerra contra la Unión Soviética se produjo a principios de diciembre de 1940. 


A finales de marzo de 1941, Hitler se dirigió a la primera reunión de todos los servicios de altos mandos destinados al frente del este en el edificio de la Cancillería del Reich en Berlín. Me las había apañado para que todos los jefes de departamento del OKW también escucharan la alocución del Führer. Reconocí al instante que pretendía establecer un programa de acción para nosotros: en la pequeña cámara del Gabinete, se habían dispuesto filas de sillas y un atril de orador, como si fuera una conferencia pública. Hitler se dirigió a nosotros con gran seriedad, con un discurso organizado y minuciosamente preparado. 

Partiendo de la situación militar y política del Reich, y de las intenciones de las potencias occidentales -Gran Bretaña y América- profundizó en su tesis de que se había hecho inevitable una guerra con la Unión Soviética, y que tumbarse y esperarla solo empeoraría nuestras perspectivas de victoria. En aquel momento admitió abiertamente que cualquier titubeo inclinaría el equilibrio de fuerzas contra nosotros: nuestros enemigos disponían de recursos ilimitados, que ni siquiera habían empezado a explotar a fondo, mientras que nosotros no estábamos en posición de incrementar mucho más nuestra fuerza de trabajo y recursos materiales. Así pues, había llegado a la conclusión de que había que anticiparse a Rusia lo antes posible. El peligro, latente y sin embargo palpable, que representaba para nosotros debía ser eliminado

A continuación siguió una pesada exposición sobre la inevitabilidad de tal conflicto entre dos ideologías diametralmente opuestas: sabía que estaba destinado a pasar más tarde o más temprano, y prefería asumir esa responsabilidad ahora que hacer la vista gorda ante aquella amenaza que se cernía sobre Europa y legar este problema irremediablemente a su sucesor. No quería posponer su solución para más tarde. Porque nadie que lo sucediera ejercería la suficiente autoridad en Alemania para hacerse responsable de desatar la guerra preventiva que bastara para detener la apisonadora bolchevique antes de que Europa hubiese sucumbido ante ella. No había nadie en Alemania que conociera la cara del comunismo y de su poder destructivo mejor que él gracias a su lucha por salvar a Alemania de sus garras

Tras una larga arenga sobre la experiencia que había adquirido y las conclusiones a las que había llegado, terminó con la declaración de que la guerra era una batalla por la supervivencia y pidió que se deshicieran de sus ideas tradicionales y desfasadas sobre la caballerosidad y de las reglas de guerra generalmente aceptadas: hacía tiempo que los bolcheviques se habían olvidado de ellas. Los líderes comunistas habían dado clara prueba de ello con su comportamiento en los estados bálticos, Finlandia y Besarabia, y por su rechazo arbitrario tanto a reconocer las Reglas de La Haya sobre guerra terrestre como a considerarse obligados por la Convención de Ginebra sobre el trato de los prisioneros de guerra: debían ser derribados en el curso de la batalla o ejecutados sin pensárselo dos veces. Ellos serían el mayor ejemplo de cualquier intento de desplegar una resistencia fanática; los comisarios políticos, dijo Hitler, eran la espina dorsal de la ideología comunista, la salvaguarda de Stalin ante su propio pueblo y contra sus propias tropas; tenían un poder ilimitado sobre la vida y sobre la muerte. Eliminarlos ahorraría vidas alemanas en la batalla y en las áreas de retaguardia. 

Culminó su inolvidable discurso con las memorables palabras: “No espero que mis generales me entiendan; pero esperaré que obedezcan mis órdenes”. 

Fue entonces cuando, de acuerdo con las declaraciones de Hitler, se redactaron las “regulaciones especiales “ para la administración de los antiguos territorios soviéticos, como complemento a la directiva básica para la preparación de la guerra en el este (la contingencia Barbarroja). Además de las órdenes de Göring y del comandante en jefe del Ejército como portadores de autoridad ejecutiva, contenía la cláusula que tan obstinadamente he refutado referente a la autoridad del Reichsführer de las SS (Heinrich Himmler) como jefe de la Policía en las áreas operacionales de la retaguardia . En vista de nuestras experiencias en Polonia y de la no poco conocida megalomanía de Himmler, inferí de esto el serio peligro de que él (Himmler) abusaría del poder que Hitler le había otorgado para el mantenimiento de la paz y del orden más allá de las líneas del frente. Mi oposición no sirvió de nada y, ak pesar de protestas varias y del apoyo de Jodl de principio a fin, fui desautorizado. 

No pude discutir con Brauchtitsch nuestras opiniones sobre el discurso de Hitler durante varios días Fue bastante franco: en el fondo de sí mismos, sus generales no querían tomar parte en ese tipo de guerra. Preguntó si probablemente algunas órdenes escritas seguirían en esa línea. Le aseguré que, si no recibía claras instrucciones por parte de Hitler, yo ciertamente ni prepararía ni pediría tales órdenes por escrito; no solo consideraba que las órdenes escritas a tal efecto eran superfluas, sino de hecho altamente peligrosas. Le dije que yo, por mi parte, haría todo lo posible por evitarlas. En cualquier caso, todos habían escuchado con sus propios oídos lo que tenía que decir; eso bastaría. Me oponía firmemente a escribir nada en papel sobre tan cuestionable asunto. 

Desgraciadamente, es probable que no convenciera a Brauchitsch, porque en mayo la Oficina de Guerra hizo circular borradores de órdenes para la aprobación de Hitler, antes de su emisión a las tropas del Ejército en el frente este. Así fue como llegaron. Existir la infame “Orden del Comisario Político” -que ciertamente es conocida por todos los comandantes, pero de la que parece no haber sobrevivido ningún texto -y la orden de “Responsabilidad para la Corte Marcial en Territorios Soviéticos”. 

La primera fue al parecer emitida por la Oficina de Guerra después de que Hitler hubiera aprobado sus términos. La última fue emitida por el departamento legal del Alto Mando después de haber parafraseado el borrador de la Oficina de Guerra; llevaba mi propia firma, como si fuera en nombre del Führer. Ambas órdenes fueron aceptadas como principales pruebas documentales contra mí en el Proceso de Nuremberg, especialmente dado que habían sido expedidas seis semanas antes de nuestro ataque y no había de este modo posibilidad alguna de justificarlas en retrospectiva por circunstancias surgidas durante la campaña rusa. Como su único autor -Hitler- estaba muerto, solo yo fui llamado a responder por ellas ante este Tribunal

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