En el primer comunicado emitido por el Alto Mando, a mediodía del 10 de mayo, fui responsable de la frase:
Con el propósito de dirigir todas las operaciones de las Fuerzas Armadas, el Führer y comandante supremo se ha desplazado al frente…
Discutí con él alrededor de media hora para que consintiera en divulgar esto: me explicó que prefería seguir siendo anónimo para no menoscabar la gloria de sus generales. No cedí, sin embargo, ya que sabía que en algún momento se debía hacer saber que realmente era él quien estaba ejerciendo el Mando Supremo y que se trataba del jefe militar tras la operación. Finalmente se dio por vencido.
El hecho era que Hitler estaba familiarizado con cada detalle de nuestras tareas y operaciones, conocía los objetivos marcados para cada día y los planes de ataque, y con frecuencia ejercía una influencia cercana y personal en ellos. A finales de octubre (de 1939) Hitler había llamado individualmente a todos y cada uno de los comandantes de Grupos de Ejército y de Ejércitos para que le informaran en detalle sobre la ofensiva final y la dirección planeada de la operación. Había discutido los detalles con cada uno de ellos, haciendo a veces preguntas incómodas y mostrándose notablemente bien informado acerca del terreno, los obstáculos y otras circunstancias, como resultado de su penetrante estudio de los mapas. Con su juicio crítico y sugerencias demostró a los generales que se había sumergido a conciencia en los problemas inherentes a la ejecución básica de sus órdenes, y que no era un lego en la materia. Después se enfureció por la superficialidad de su amigo Reichenau, quien se puso en evidencia en público, mientras que, por el contrario, alabó especialmente la minuciosa preparación y la práctica de simulacro de guerra que se había llevado a cabo para planear la más difícil de las tareas a la que se enfrentaba el (Cuarto) Ejército de Von Kluge: la ofensiva de las Ardenas.
Hitler había informado y ejercitado en persona a los comandantes participantes y a los suboficiales de unidades de las Fuerzas Aéreas y los batallones de ingenieros involucrados en la operación; había entrado en los más pequeños detalles imaginables utilizando para ello una maqueta a escala.
Me atrevo a mencionar esto solo como ejemplo de cómo le gustaba al Führer involucrarse en cada detalle de la ejecución práctica de sus ideas, tal era el alcance de su inventiva sin parangón. Una y otra vez, yo me veía incapaz de evitar el impacto que esto tenía sobre las propias funciones de mi cargo, dado que, como consecuencia, los comandantes principales y aquellos de nosotros de su propio Estado Mayor estábamos igualmente obligados a adoptar ese modus operandi excepcionalmente minucioso. Sus interrogatorios no tenían fin, la revisión concienzuda de los hechos y sus intervenciones en estos, hasta que, por fin con su fantástica imaginación, se sentía satisfecho de que se hubiera tapado el último de los resquicios. En vista de ello, se puede entender probablemente por qué con frecuencia sosteníamos con él conversaciones e informes que se prolongaban durante horas: era una consecuencia natural de su ritual de trabajo, que difería notablemente de nuestro dogma militar tradicional en tanto que nos habíamos acostumbrado a dejar que los escalafones más bajos y los comandantes interpretaran cómo debían cumplir las órdenes que se les daban. Pero ahora, me gustara o no, tenía que adaptarme a este sistema.
Para el OKW, la entrada de Italia en la guerra nos supuso más una carga que un alivio. El Führer fracasó en su intento de contener a Mussolini al menos por un tiempo; teníamos un interés personal considerable en que lo hiciera así, ya que apoyar la penetración de las fortificaciones francesas a lo largo del frente alpino minaría la fuerza de nuestras propias Fuerzas Aéreas, y de hecho representaba la división y debilitamiento de nuestra Fuerza Aérea, que en aquel momento luchaba en torno a París, en favor de los italianos. Incluso entonces, a pesar de nuestra ayuda y de la debilidad del frene alpino francés, la ofensiva italiana se paró en seco rápidamente. Nuestros aliados italianos, que de repente habían recordado las obligaciones hacia nosotros que tenían por tratado solo porque pensaban que Francia había sido derrotada, terminaron siendo nuestra más malhadada y vacía bendición conforme avanzaba la guerra, porque nada hizo más por impedir nuestra colaboración y entente con los franceses, ya a comienzos del otoño de 1940, que vernos obligados a respetar las aspiraciones italianas y la creencia del Führer de que estábamos obligados a suscribirlas.
La firma del armisticio con Francia en el bosque de Compiègne el 22 de junio de 1940 supuso el punto álgido de mi carrera en el OKW. Las condiciones que se iban a imponer a Francia ya habían sido formuladas a nivel del Estado Mayor de Operaciones del OKW anticipando su desmoronamiento y, después de recibir la petición de Francia, yo personalmente las examiné y redacté con ellos en lo que parecía ser la forma más apropiada. De cualquier modo, no nos esforzamos en darnos prisa, porque el Führer quería primero ver que se conseguía ciertos objetivos estratégicos, como llegar a la frontera suiza.
Tan pronto como se decidieron la fecha y el lugar para las negociaciones del armisticio, el Führer pidió mi borrador y se retiró durante un día para repasarlo, y en muchos casos, parafrasearlo, de forma que, aunque me pareció que el contenido del borrador no había variado, su formulación original sí lo había hecho. El preámbulo fue idea de Hitler y fluyó solo de su pluma.
La ceremonia de firma del armisticio, en el mismo emplazamiento histórico del bosque de Compiègne donde los alemanes habían pedido la paz en 1918, un lugar en el que los dioses de la Guerra que estaban de paso no habían dejado huella, tuvo un gran impacto en mí y, probablemente, también en los otros participantes. Experimenté sentimientos encontrados: tenía la sensación de que este era el momento en el que nos vengábamos por Versalles, y era consciente del orgullo que sentía por el término de una campaña única y victoriosa, y por la resolución de respetar los sentimientos de los derrotados en batalla.
Los franceses se aprovecharon de las conversaciones para poner sobre la mesa nuevas propuestas, incluso después de que -con el acuerdo de Hitler y de Göring- hubiéramos hecho ciertas concesiones con respecto al desarme de la Fuerza Aérea francesa. De acuerdo con nuestros propios informes de los mensajes interceptados, Pétain había demandado términos aún más fáciles, a lo que Huntziger respondió que eran bastante inaceptables en vista de mi inflexible actitud.
Cuando finalizó la ceremonia, me despedí de todos los participantes en las conversaciones y me quedé a solas con el general Huntziger en el salón del vagón de tren. En unos pocos términos militares, le hice saber lo mucho que entendía su posición y la difícil tarea a la que tenía que enfrentarse. Contaba con mis simpatías como oficial del derrotado Ejército francés y le transmití mi propia estima personal; luego nos dimos la mano. Él replicó que deseaba disculparse por no haber mantenido en un momento dado el necesario grado de reserva, pero le había conmocionado el hecho de que yo hubiera revelado poco antes de su firma que el documento solo tendría efecto cuando el armisticio hubiera sido también firmado con Italia: las fuerzas armadas alemanas habían conquistado Francia, pero los italianos no. Él se despidió brevemente, y se marchó de la habitación.
Aquella noche hubo una pequeña celebración en el comedor del cuarto general del Führer. Tras una retreta militar se entonó el himno “Nun danket alle Gott” (Démosle ahora gracias a nuestro Dios). Le dirigí unas palabras a Hitler como nuestro victorioso jefe militar, y al final del discurso hubo una aclamación general al Führer que vino de todas partes; él se limitó a extenderme la mano, y abandonó la estancia. Aquel fue el punto culminante de mi carrera como soldado…
Mientras la mayor parte de nuestros ejércitos en el oeste completaban su amplio avance hacia el sur, el rey de los belgas se rendía en el norte de Francia y Bélgica y la Armada británica embarcaba en Dunkerque. Por supuesto, no sucedió el desastre que se les podía haber infligido, aunque los rasgos de la derrota visibles a lo largo de los caminos hacia Dunkerque ofrecían el panorama más devastador que jamás había visto o podido imaginar. Aun cuando la mayoría de tropas británicas había conseguido llegar a sus embarcaciones y salvar el pellejo, solo un cálculo errado de los movimientos del enemigo y del terreno había impedido que el Ejército de tanques de Von Kleist capturara Dunkerque por el camino corto desde el oeste.
A efectos de rigor histórico, me gustaría explicar aquí brevemente el conocimiento del que yo disponía sobre la decisión (de detenernos antes de Dunkerque) porque las versiones dadas por el Estado Mayor General del Ejército y su comandante en jefe -como escuché incluso durante el juicio- atribuyeron injustamente a Hitler la responsabilidad de haber tomado la decisión equivocada. Yo estuve presente en la vital reunión informativa con la Oficina de Guerra en el momento en que Hitler exigió decidir sobre esta cuestión: la realidad era que ellos no tenían el coraje de aceptar su propia responsabilidad en caso de que, como podía suceder, la operación fracasara. A pesar de lo poco dispuestos que estaban en general a depender de Hitler y a aceptar sus consejos, en este caso particular descargaron la responsabilidad sobre él.
Así, dejaron que Hitler tomara la decisión, y él -a quien no se le puede reprochar falta de ímpetu u osadía- decidió que sería preferible, en lugar de intentar el ataque, desviarse por la franja costera estrecha pero segura. Si los competentes comandantes en jefe hubieran estado realmente seguros de sus hombres, nunca hubieran consultado a Hitler de nuevo, sino actuado sin más. No hay duda ahora de que la orden de Hitler era equivocada en la síntesis final: el desvío y ataque del Ejército de tanques hizo que las condiciones del camino por la estrecha franja costera fueran muy pesadas, de modo que los británicos fueron capaces de conservar Dunkerque y el puerto el tiempo suficiente como para que la mayor parte de sus tropas, gracias, en gran medida, a la valiente resistencia de los franceses, que lucharon allí contra nosotros hasta las últimas consecuencias.
Solo vi París una vez durante la guerra, y fue después de la firma del armisticio con los franceses, cuando pude acompañar al Führer en un tour por los principales puntos de interés de la ciudad. Despegamos a las cuatro de la mañana, y aterrizamos en Le Bourget, llegando a la ciudad a primera hora, mientras París aún dormía. Después de contemplar la ciudad desde Montmartre, visitamos el Arco del Triunfo y otros lugares de interés -si bien es cierto que solo aquellos de interés arquitectónico- . El Führer se entretuvo durante más tiempo en la Ópera, de la que sabía más de su arquitectura interior que el propio guía francés, y de la que conocía más detalles, y quería saber más de los que podía imaginar el guía. Después, con enorme reverencia, hizo una visita a la tumba de Napoleón. Mientras París regresaba poco a poco a la vida a nuestro alrededor, abandonamos la ciudad y volamos de vuelta a nuestro cuartel general. Fue entonces cuando conocí por vez primera al después ministro de Municiones, el profesor Speer, quien acompañaba al Führer en calidad de arquitecto.
Desde la caída en Dunkerque y las enormes pérdidas materiales sufridas, nadie temía al Ejército británico; pero no se podía ignorar a la Royal Air Force y la muy superior Royal Navy. Por ello, la Oficina de la Guerra estaba fuertemente a favor de arriesgar la operación, e hizo todo el esfuerzo posible para promover su ejecución: Hitler se vio por primera vez bajo una considerable presión desde ese lado, algo a lo que no estaba acostumbrado en absoluto.
Es impresionante ponerse a pensar lo mucho que rehizo en esa línea en el poco tiempo que teníamos: los ingenieros de la Armada y del Ejército compitieron entre ellos para fabricar los navíos que necesitábamos e incluso ayudó la Fuerza Aérea, montando el “proyecto Siebel” (llamado así por el coronel Siebel, de la Fuerza Aérea) para el desarrollo rápido de embarcaciones autopropulsadas equipadas con armamento antiaéreo para la invasión. También desplegaron un consistente paraguas sobre los puentes de invasión para protegerse de ojos fisgones y controlaron nuestros propios sistemas de camuflaje para evitar cualquier descuido.
Así pues, se le dejó a Hitler la responsabilidad exclusiva de la decisión. Se hicieron planes para que la operación (León Marino) se ejecutara durante la primera mitad de septiembre, momento¡ que décadas de observación del Canal indicaban como último periodo de buen tiempo antes de que las tormentas y la niebla alcanzaran Gran Bretaña. Aunque el Führer parecía sumergido en los preparativos con gran entusiasmo, y demandaba cualquier improvisación concebible para acelerar la preparación, yo no podía evitar tener la sensación de que, cuando se llegaba a la cuestión de ejecutar la operación, se veía atrapado en las garras de las dudas y las inhibiciones. Hitler era completamente consciente del enorme riesgo que correría, y de la responsabilidad que se había echado a las espaldas. La cantidad de imponderables era excesiva, la condiciones necesarias para el éxito dependían de demasiadas coincidencias como para depositar ningún grado de certeza en el cumplimiento casual de todos los prerrequisitos. Yo tenía también la sensación de que Hitler no solo estaba paralizado por la idea de lo que supondría un fracaso en cuanto una pérdida de vidas humanas sin sentido, sino que, sobre todo, era reacio a permitir la pérdida inevitable de su última oportunidad de resolver la guerra con Gran Bretaña por la vía diplomática, algo que estoy convencido de que aún deseaba lograr en aquel momento.
La operación León Marino nunca se puso en marcha, porque nadie se atrevió a pronosticar un periodo lo suficientemente largo de buen tiempo para llevarla a cabo. La victoria sobre Gran Bretaña en el otoño de 1940 se convirtió en una ilusión, y se perdió la última oportunidad de llevar la guerra a una rápida conclusión.
Hitler jamás nos contó a los militares si alguna vez conservó la esperanza de finalizar la guerra contra Gran Bretaña después de la caída de Francia. Sé que hubo intentos para tantear el terreno, aunque cuando le pregunté abiertamente por ellos insistió en que él no había solicitado ninguna negociación con Gran Bretaña, aparte de la oferta de paz implícita en el discurso del Reichstag del 19 de julio. Sin duda, algún día los archivos británicos mostrarán al mundo cuál es la versión verdadera.
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