Memorias de Keitel


La Crisis Blomberg-Fritsch

Mi primera impresión fue que, sin duda, el Führer se había conmovido profundamente a causa del asunto de Blomberg; pero, según Gisevius, sin duda no había sufrido un “ataque de nervios”. Habló de su gran admiración por Blomberg y de su sentimiento de deuda hacia él, pero ni siquiera intentó ocultar el hecho de que le había ofendido mucho que hubiera abusado de su condición como testigo de su boda. 

Hitler me dijo que, como regalo de bodas, le había regalado a Blomberg una vuelta al mundo.

Sugerí a Fritsch. Rodeó su escritorio y me entregó un acta de procesamiento, firmada personalmente por Gürtner, el ministro de Justicia, acusando a Fritsch de un delito contra el párrafo 175 del código penal. Hitler me informó de que ya tenía aquel acta en sus manos desde hacía algún tiempo, pero que la había ignorado hasta entonces porque no se había creído la acusación. 

Me quedé horrorizado ante la acusación aunque, por una parte, no podía creer que Gürtner la hubiera redactado sin tener una buena razón, por otro lado, nunca creería que aquello pudiera ser cierto en el caso de Fritsch. Dije que o había algún error de identidad o era una pura calumnia, porque conocía a Fritsch demasiado bien para aceptar que semejante alegación pudiera estar bien fundada. Hitler me ordenó que no dijera nada a nadie sobre aquello; mantendría una conversación a deux con Fritsch al día siguiente, y de repente le preguntaría directamente sobre el tema, sin avisar, y por su reacción vería lo que de verdad había en la acusación 


Cuando intenté persuadir de nuevo a Hitler para que nombrara a Göring como sucesor de Blomberg en el cargo de comandante supremo de las Fuerzas Armadas -yo no era capaz de ver otra salida- me replicó que ya había decidido asumir él mismo el Mando Supremo, mientras yo permanecería como jefe de Estado Mayor.
El Muro Oriental preocupaba tanto a Hitler aquel invierno que algún tiempo después inspeccionó el frene del Oder desde Breslau hasta Fráncfort del Oder, sólo que esta vez sin mí. Las fortificaciones de los terraplenes eran ahora causa de disgusto porque resultaban claramente visibles para el enemigo desde cierta distancia. También en este aspecto, sin embargo, se demostró después que Hitler tenía razón durante nuestra campaña francesa, ya que bastó un solo disparo directo de nuestra artillería de 88 milímetros para destrozar cada uno de los fortines de hormigón franceses visibles en la parte opuesta de la orilla del río.

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Llegué a la Cancillería del Reich poco antes de las nueve; Hitler se acababa de levantar de la mesa después de cenar y sus invitados se iban reuniendo en el salón para ver la película Ein hoffnungloser Fall (Un caso sin esperanza). Hitler me invitó a sentarme a su lado, puesto que se esperaba que Hacha no llegara antes de las diez. Dadas las circunstancias, me sentí completamente fuera de lugar en ese ambiente; en ocho o diez horas se intercambiarían los primeros disparos, y yo me sentía completamente perturbado.

A las diez en punto Ribbentrop anunció la llegada de Hacha al castillo de Bellevue; el Führer respondió que iba a dejar descasar al viejo dos horas para que se recuperara; lo llamaría para que acudiese a medianoche. Aquello resultó igualmente incomprensible para mí. ¿Por qué hacía eso? ¿Era esto diplomacia premeditada, política?

Por supuesto, Hacha no podría haber sabido que, antes de que anocheciera ese 14 de marzo, las tropas de la Escuadra de Protección de las SS Adolf Hitler ya habían invadido la franja morada de Ostrava para proteger el moderno molino de acero de Witkowitz y evitar que cayera en manos de los polacos; aún no teníamos informes de cómo había ido la operación.

Poco después nos llamaron de nuevo a Göring y a mí. Los caballeros estaban alrededor de la mesa y Hitler le estaba diciendo a Hacha que de él dependía una decisión; yo confirmaría que nuestras tropas ya estaban avanzando y cruzarían la frontera a las seis, y él -Hacha-, solo él, tenía el poder de decidir si se iba a verter sangre o si su país iba ser ocupado de manera pacífica. Hacha rogó que hubiera un aplazamiento, ya que tenía que telefonear a su Gobierno en Praga. ¿Alguien podía facilitarle una línea telefónica? ¿Estaría dispuesto Hitler a ver que los movimientos de tropas checas habían cesado de inmediato? Hitler se negó: confirmaría -dijo- que esto ya era imposible porque nuestras tropas ya se estaban acercando a la frontera. Antes de que yo pudiera abrir la boca, Göring intervino para anunciar que sus Fuerzas Aéreas aparecerían en Praga al amanecer, y que no estaba en su mano cambiar eso; estaba en manos de Hacha que hubiera o no bombardeos. Bajo esa enorme presión, Hacha afirmó que deseaba evitar un derramamiento de sangre a toda costa, y se volvió hacia mí para preguntarme cómo se podía poner en contacto con las guarniciones de su país y las tropas en la frontera para advertirles de la invasión, y prohibirles que disparasen.

Llegamos a las afueras de Praga cuando caía el sol, a la vez que las primeras unidades de tropa, y escoltados por una compañía móvil condujimos hasta Hradshin, donde fuimos alojados. Nos consiguieron una cena fría en la localidad, ya que no habíamos llevado nada con nosotros: jamón frío de Praga, panecillos, mantequilla, queso, fruta y cerveza Pilsener; fue la única ocasión en la que vi a Hitler tomarse un vasito de cerveza. Nos supo de maravilla. 

El cumpleaños del Führer de 1939 fue celebrado como era costumbre con un gran desfile militar que sucedió a la habitual recepción matutina con los mandos veteranos del Ejército. El desfile duró más de tres horas, y fue un magnífico espectáculo en el cual estuvieron representadas las tres ramas de las Fuerzas Armadas y de las Waffen SS. Por expreso deseo de Hitler, desfilaron nuestras piezas más nuevas de artillería media, los cañones blindados pesados, las ultramodernas armas antiaéreas, las unidades de proyectores de las Fuerzas Aéreas, etc., mientras que escuadrones de combate y de cazabombarderos rugían sobre nuestras cabezas a lo largo del eje este-oeste (Brandemburgo Chaussée) desde la dirección de la puerta de Brandemburgo. El presidente Hacha, que estaba acompañado por el Protector del Reich Von Neurath, fue el invitado más agasajado por el Führer, y le fueron concedidos todos los honores propios de un jefe de Estado; se reunió también todo el cuerpo diplomático sin excepción.

Mis esperanzas de que, ahora que el problema checo había sido finalmente resuelto, se le concediera a las Fuerzas Armadas el respiro que tan solemnemente y con tanta frecuencia se les había prometido hasta 1943 para una reconstrucción organizativa fundamental estaban condenadas a la decepción. Un ejército no es u arma para la improvisación : la formación de un cuerpo de oficiales -y suboficiales- así como su educación y consolidación interna son los únicos cimentos sobre los cuales se podría construir un ejército como el que tuvimos en 1914. Se había demostrado que la creencia de Hitler de que las enseñanzas del nacionalsocialismo podían ser usadas para compensar una falta básica de habilidad -en otras palabras, de perspicacia militar- era ilusoria. Nadie negaría que es posible obrar milagros con un entusiasmo fanático; pero de la misma manera que en 1914 los regimientos estudiantiles se habían desangrado estúpidamente hasta la muerte en Langemarck, las tropas de élite de las SS pagaron el más alto precio en vidas humanas desde 1943, y para un mínimo beneficio. Lo que en verdad necesitaban era un cuerpo de oficiales perfectamente desarrollado; pero eso había sido sacrificado por entonces, y no había esperanza de que fuera jamás reemplazado. 


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Hitler me aseguraba una y otra vez que no tenía interés alguno en una guerra con Polonia.

Como era lógico, el tour de inspección final de Hitler de agosto de 1939 -al cual lo acompañé- fue realizado tanto por razones de propaganda como para supervisar el progreso real de las construcciones, sobre las cuales él se mantenía continuamente informado gracias a los mapas en los que se marcaban los búnkeres que habían sido terminados, los que estaban aún construyéndose, o los que estaban siendo planeados. Había estudiado estos mapas con tanto detalle que, durante la visita de inspección, sabía exactamente lo que todavía estaba pendiente por hacer y dónde encontrar cada una de las fortificaciones sobre el terreno. Con frecuencia era inevitable no maravillarse con su memoria y el poder de su imaginación.


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Más notable aun fue el discurso que pronunció en el Berghof el 22 de agosto a los generales de los ejércitos del este dispuestos contra Polonia, un discurso ofrecido con el más agudo sentido del momento psicológicamente oportuno y de su utilidad. Hitler era un orador extraordinariamente talentoso, con una capacidad magistral de moldear sus palabras y frases para adaptarse a su público. Me atrevería a decir que había aprendido la lección de la mal planeada reunión con los jefes de Estado Mayor, y que se había dado cuenta de que el intento de separarlos de sus comandantes en jefe había sido un error psicológico. Se han distorsionado de modo subjetivo otras versiones de este particular discurso, como muestra claramente el momento en el que habló el almirante Boehm, quien debe ser considerado absolutamente imparcial. 

El 24 de agosto Hilter llegó a Berlín y el 26 era cuando estaba previsto el arranque de la invasión de Polonia. Las actividades de la Cancillería del Reich durante los días previos al 3 de septiembre son de tal relevancia histórica con efectos duraderos en todo el mundo que será mejor que deje sus análisis lógicos e interpretación exacta a los historiadores profesionales. Yo poco puedo contribuir desde mi propia experiencia y, desafortunadamente, no dispongo de anotaciones o memorandos sobre los que pueda basar mis propios recuerdos.

Hacia el mediodía del 25 de agosto, fui convocado por primera vez para ver al Führer en la Cancillería del Reich. Hitler acababa de recibir del embajador italiano Attolico una carta personal de Mussolini, unos cuantos párrafos que el Führer procedió a leerme en voz alta. Era la respuesta del Duce a una carta extremadamente confidencial escrita por Hitler desde el Berghof algunos días atrás, en la cual le contaba el enfrentamiento que planeaba contra Polonia y su determinación de solucionar el problema del Corredor de Danzig mediante un conflicto armado si es que Polonia -o Inglaterra, en nombre de Polonia- se negaba a ceder. 

Por varias razones, Hitler había señalado una fecha algunos días después (es decir, de lo que había sido de hecho planeado) para sus operaciones contra Polonia; como él mismo me dijo, contaba con que el contenido de su carta fuera inmediatamente remitido a Londres por su “fiable” Ministerio de Asuntos Exteriores, y esto, imaginaba, dejaría clara la seriedad de sus intenciones, sin que por otra parte se divulgara el verdadero calendario de sus operaciones militares, de manera que, aunque los polacos fueran advertidos, los atacantes no perderían la sorpresa táctica que se había planeado. Por último, al anunciar la fecha, Hitler esperaba llevar a los británicos a una intervención precipitada con tal de evitar el estallido de la guerra. Ciertamente, era lo que esperaba que hicieran, y para eso contaba con el apoyo de Mussolini.

La reacción de Mussolini fue la primera desilusión de Hitler en esta apuesta; el Führer había dado por sentado el apoyo de Italia, incluso ayuda de naturaleza militar; después de todo, Italia había firmado sin reservas un pacto militar de ayuda, el “Pacto de Acero”, y Hitler esperaba de Mussolini el mismo grado de lealtad de Nibelungen que él había desplegado hacia Italia y sin ganancia personal alguna en la campaña de Abisinia. La carta de Mussolini supuso una tremenda conmoción para Hitler: el Duce escribía que, desafortunadamente, no podía mantener el acuerdo, dado que el rey de Italia se negaba a firmar la orden de movilización, y, puesto que esta era prerrogativa exclusiva del monarca, él no tenía poder para actuar. Esto no era todo: Italia no estaba preparada para la guerra, le faltaban armas, equipo y munición. Incluso si él, Mussolini, controlara su capacidad de armamento industrial, había una gran escasez de materia prima: cobre, manganeso, acero, caucho, etc. Si Alemania le prestara ayuda material en estos terrenos, él, por su puesto, reconsideraría la posición de Italia en el caso de guerra abierta. 

Solo ahora salía a la luz la razón verdadera de la desilusión de Hitler con la “traición” de Mussolini. En efecto, dijo: “No hay duda en absoluto de que Londres ya se ha dado cuenta de que Italia no irá con nosotros. Ahora se endurecerá la actitud de Gran Bretaña hacia nosotros -ahora apoyarán a Polonia hasta el final-. El resultado diplomático de mi carta es exactamente lo opuesto a lo que había planeado”. La irritación de Hitler era dolorosamente obvia para mí, aunque por fuera actuara con compostura. Añadió que, claramente, Londres recuperaría el tratado con los polacos y lo ratificaría ahora que no teníamos perspectiva de apoyo por parte de Italia. 


Tan pronto como hube dado mis instrucciones y me uní a la reunión con Attolico, Hitler me indicó lo que Italia nos pedía en términos de materia prima. Las demandas eran tan abusivas que resultaba incuestionable que no realizaríamos tales entregas. El Führer le hizo ver a Attolico que pensaba que debía haber algún lapsus calami o que alguien había escuchado mal: las cifras parecían sorprendentemente altas. Concluyó pidiéndole a Attolico que lo comprobara de nuevo, ya que era lo más probable una equivocación al anotar las cantidades. Attolico se apresuró enseguida a asegurarle -como yo mismo escuché- que las cantidades eran absolutamente correctas. A mí se me encargó inmediatamente después averiguar a través del jefe de las Fuerzas Armadas italianas, con la mediación del general von Rintelen, nuestro agregado militar, cuáles eran las máximas exigencias por parte del Alto Mando italiano.

Hitler y yo compartíamos la impresión de que las demandas de Attolico habían sido infladas deliberadamente para asegurarse de que no pudiéramos cumplirlas con nuestros propios recursos, y así, los italianos podrían desvincularse de sus obligaciones, usando como justificación para sus defectos nuestra incapacidad para responder a sus peticiones. Lo que el general von Rintelen pudo averiguar más tarde reafirmó nuestras sospechas, puesto que le confirmaron las mismas cantidades solicitadas por Attolico; no teníamos esperanza alguna de poder cumplirlas. El Duce nos había estafado para quitarlos la libertad de acción que deseaba. 


Aunque estuve en la Cancillería del Reich cada uno de los días que vinieron a continuación, solo hablé con Hitler en tres ocasiones, dado que él estaba continuamente reunido. La primera oportunidad se dio en el porche, creo que el día 29, cuando me leyó en voz alta sus exigencias definitivas, tabuladas en un memorando de siete puntos que probablemente acaba de dictar. Las partes más importantes eran:

1. La devolución de Danzig al Reich.
2. Una vía de ferrocarril y una autopista extraterritoriales a lo largo del corredor, que diera acceso al este de Prusia.
3. La cesión a Alemania de aquellos territorios del antiguo Reich alemán con el 75 por ciento de la población alemana (creo que así quedó redactado); y
4. Bajo supervisión internacional, un plebiscito en el Corredor polaco para decidir sobre su devolución al Reich.


Mi tercer encuentro con él fue en la tarde del 30, junto con Brauchitsch y Halder (¿?). En esta ocasión el Día D fue pospuesto una vez más, veinticuatro horas, hasta el 1 de septiembre; en otras palabras, la invasión del Ejército, planeada para el 31, se retrasó de nuevo. Hitler explicó que estaba esperando la llegada de un plenipotenciario del Gobierno polaco desde Varsovia, o al menos la cesión a Lipski, el ministro polaco en Berlín, de autoridad gubernamental para liderar negociaciones vinculantes en nombre de su Gobierno. Dijo que tenía que esperar hasta entonces, y añadió que de ninguna manera consentiría otro aplazamiento más allá del 1 de septiembre, salvo que sus exigencias definitivas fueran aceptadas por Varsovia. 

Debo decir que ya para entonces todos habíamos llegado a la conclusión de que ni él creía en esa posibilidad, a pesar de que, hasta ese momento, nuestras esperanzas de evitar la guerra se habían centrado en gran parte en el pacto secreto germano-soviético del 23 de agosto, por el cual Hitler había aceptado la división de Polonia y, por lo tanto, una intervención militar rusa en el caso de que hubiera guerra con Polonia, con una línea de demarcación dibujada entre las esferas de influencia alemana y rusa. Estábamos seguros de que, enfrentada a esa posibilidad, Polonia no dejaría que las cosas llegaran tan lejos como una guerra; y en aquel momento todavía creíamos firmemente en el deseo de Hitler de evitarla. 

El 1 de septiembre nuestro ejército había lanzado el ataque planeado en el frente oriental: al amanecer, nuestras fuerzas aéreas habían ejecutado los primeros bomberos sobre los nudos ferroviarios, los centros de movilización de tropas y, sobre todo, los aeródromos en Polonia. No había habido una declaración formal de guerra. A pesar de que le habíamos aconsejado lo contrario, Hitler se negó. 

Hitler raras veces intervenía en la gestión que el comandante en jefe hacía de la batalla: de hecho, solo puedo recordar dos ocasiones, la primera cuando ordenó el rápido refuerzo de nuestro flanco norte (que había atacado desde el este de Prusia) transfiriendo al este de Prusia unidades de tanques para apoyar, endurecer y extender el flanco este lo suficiente como para rodear Varsovia desde el este del río Vístula; la segunda ocasión fue cuando intervino en las operaciones del Ejército de Blaskowitz (el Octavo), respecto a las cuales había puesto las mayores objeciones. Aparte de esto, se limitaba rigurosamente a expresar opiniones e intercambios de punto de vista con los comándanos en jefe y a dar ánimos; nunca intervino para darles órdenes él mismo. Esto era mucho más frecuente con las fuerzas aéreas, a las cuales hizo llegar instrucciones personales en interés de las operaciones de tierra; casi cada tarde hablaba con Göring por teléfono. 

La guerra en Polonia finalizó con un gran desfile militar por las calles de la parcialmente destruida Varsovia, a la cual el Führer y yo volamos con nuestros lugartenientes desde Berlín.

Se dispuso de un gran banquete en honor del Führer en el aeródromo, antes de que despegáramos de vuelta a Berlín. Tan pronto como Hitler avistó la bien abastecida mesa de herradura en uno de los hangares, se volvió abruptamente sobre sus talones, y le dijo a Brauchitsch que él nunca comía con sus tropas excepto de pie en una cocina de campo, regresó ofendido a nuestra aeronave y ordenó al piloto que despegara de inmediato. Aunque yo podía ver que el comandante en jefe había actuado con poco tacto al preparar el banquete, es verdad que tenía buenas intenciones. El enfado del Führer se fue calmando durante el vuelo y empezó a hablar varias veces sobre el banquete, como si ahora estuviese reprochándose a sí mismo su comportamiento.

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Tuve mi segundo contretemps con Hitler el 19 y 20 de abril, porque planeaba separar la administración de la Noruega ocupada por los líderes militares -lo que, en mi opinión, era la tarea principal del comandante en jefe allí destacado- y transferir la autoridad civil al gauleiter Terboven. 

Me declaré firmemente en contra de esto y me marché de la sala de reuniones cuando Hitler comenzó a reprenderme delante de todos los participantes. 

Aunque intenté de nuevo convencerlo de la impropiedad del nombramiento, tan pronto como tuve unos pocos momentos de tranquilidad con Hitler al día siguiente, no hace avances con él; Terboven se convirtió en el “comisionado del Reich para Noruega”. Las consecuencias son bien conocidas.

El 8 de mayo, dado que todas las opiniones expertas apuntaban a que parecía que estaba a la vista un periodo de buen tiempo, se emitió la orden de lanzar el ataque, en el frente occidental, para el 10 de mayo. A las seis de la mañana de ese día, un emisario iba a entregar a la reina de Holanda una personal del Gobierno del Reich, explicando que los acontecimientos habían hecho que fuera inevitable que las tropas alemanas cruzaran territorio holandés; se invitaba a la reina a ordenar a su ejército que permitiera a las tropas marchar sin impedimentos y así evitar cualquier derramamiento de sangre; a ella misma se la invitaba a permanecer en el país. Pese a los más minuciosos preparativos para esta misión y un visado emitido por la embajada holandesa en Berlín, nuestro emisario del Ministerio de Exteriores fue arrestado al cruzar la frontera el 9 de mayo, y se le incautó la carta secreta. Como resultado, La Haya estuvo al tanto del inminente estallido de la guerra y tuvo toda la conformación necesaria -la carta del emisario- en sus manos. En aquel momento, Canaris dirigió sus sospechas hacia von Steengracht en Asuntos Exteriores, pero él (Canaris) se acercó a mí retorciendo sus manos y rogándome que no le contara nada ni al Führer ni a von Ribbentrop. Hoy tengo claro que el traidor fue el propio Canaris. 

Habíamos sido bien informados sobre la actitud de Bélgica y de Holanda, que durante algunos meses simplemente se habían hecho pasar por neutrales. 

De hecho, ambos países habían renunciado a cualquier declaración de neutralidad al hacer la vista gorda ante los vuelos de la Fuerza Aérea Real británica por sus territorios soberanos. 


En el búnker del Führer yo tenía una celda de hormigón sin ventana y aire acondicionado junto a la suya; la celda de Jodl estaba junto a la mía, mientras que los ayudantes, mientras que los ayudantes estaban acuartelados al otro lado de la habitación del Führer. El sonido viaja con extraordinaria claridad en habitaciones de hormigón como estas; incluso podía escuchar cómo el Führer leía los periódicos.

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